Vuela el alba en silencio sobre los campos de julio.
A las afueras del pueblo poco a poco se despliegan los colores y van ocupando su lugar. Como todos los días. Con sus matices. Oro en los pastos secos, en la mies segada, en el grano de las espigas inclinadas a la tierra.
Los azules vuelan arriba, muy arriba, donde merodea el milano y planean las cigüeñas, y a lo lejos, hacia donde los montes se perfilan en sierra.
Qué hermosura. Qué magnífica vista.
No faltan las pinceladas en primer plano, en las cunetas, de las flores amarillas del gordolobo. Ni los verdes secos de la retama y los chaparros solitarios en medio de barbechos y eriales.
En mi caminata matutina descubro perspectivas desde las que no se ve más que campo. Panoramas que podrían verse doscientos o trescientos años atrás. Esto es lo que verían unos ojos del XVIII, me digo. O cervantinos, si me apuráis.
La mirada crea el paisaje. No hay paisaje sin emoción. Sin memoria.
Huele a hinojo. A huerta recién regada. A verano de la infancia.
Siento la respiración serena del nuevo día.
Y colmado de luz vuelvo a casa.
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