1965 |
Últimos años del siglo XIX en la Rusia zarista, donde
se nace privilegiado o siervo, donde la extensión de las propiedades rurales no
se mide por verstas sino por el
número de almas propiedad del terrateniente, dueño por ley de las tierras y de
las personas que las trabajan (mujiks).
Una sociedad inmovilista, donde el horizonte individual está determinado por la
orilla en la que se nace: la de la servidumbre o la de los señores. Una
estructura social y económica hija del feudalismo, caracterizada por el atraso
ideológico y tecnológico. Los campesinos tienen la consideración de esclavos,
son analfabetos, pobres como ratas y viven en misérrimas condiciones. El vodka
es el único respiro en sus vidas desgraciadas. Las leyes de 1861 contemplaban
la libertad de movimiento y la posibilidad de la liberación de la servidumbre
por una determinada cantidad de rublos, pero las circunstancias, salvo
excepciones, la hacían imposible en la práctica. Miles de campesinos huyeron de
las aldeas y se encaminaron esperanzados a las grandes ciudades, pero no
hicieron sino engrosar el hambriento ejército del proletariado urbano.
El
protagonista de Historia de mi vida
ha nacido en la orilla privilegiada, es hijo del arquitecto municipal de una
ciudad de provincias, acaba de cumplir 25 años y se espera de él que siga el
camino que le corresponde por su condición, un trabajo de funcionario en un
despacho municipal o estatal. Pero el joven Misail Poloznev ha decidido no
desempeñar ninguno de esos trabajos “intelectuales” a los que por nacimiento
tiene derecho, porque le parece “imperdonable la vida ociosa, inútil, de la
mayoría de los pretendidos trabajadores intelectuales, verdadera vida de
parásitos”; su propósito es ser obrero, trabajar con sus manos, vivir, vestir,
comer como obrero. Tal es el conflicto planteado en esta novela de Antón Chéjov,
publicada en 1896.
El
escritor ruso nos ofrece un retrato realista, descarnado, de estos dos grupos
sociales antagónicos, aunque moralmente igualados. Los unos, movidos por un
insolidario egoísmo de clase, defienden un statu
quo absolutamente injusto, que perpetúa los privilegios de clase y la
explotación económica. Los otros, aceptando con fatalismo una estructura corrupta
y la condena de por vida a la esclavitud, acaban convertidos en personas dominadas
por la violencia y la falta de escrúpulos. Véase el comportamiento de los
mujiks con el protagonista y su esposa, que se han trasladado a la aldea de
Dubechnia para construir una escuela:
“Los campesinos se burlaban sin rebozo de nosotros y
nos daban todos los disgustos que podían. Llevaban a pacer a nuestro bosque y
hasta a nuestro jardín sus vacas y sus caballos, y cuando nuestras bestias eran
acusadas calumniosamente por ellos de haberse metido en sus prados, exigían que
les pagásemos multas… Con frecuencia los campesinos derribaban árboles de
nuestro bosque sin pedirnos permiso… cambiaban en nuestros coches ruedas nuevas
por viejas, se apoderaban de nuestros arneses, que nos vendían luego como si
fueran suyos… Las mujeres nos robaban durante la noche planchas de hierro,
ladrillos, en fin, cuanto podían llevarse…”
El molinero Stepan, dice de ellos:
“los campesinos no son hombres. Son, perdónenme ustedes la palabra, bestias.
¿Qué es su vida? Solo saben emborracharse de vodka, perder el tiempo gritando
en la taberna, cantar canciones obscenas y jurar… Viven de un modo inmundo; los
hombres, las mujeres, los niños van hechos unos puercos, comen como cerdos…
¡Son unos marranos!”
Pero
los privilegiados tampoco son el mejor espejo: “Yo me preguntaba —dice el
protagonista narrador— en qué eran superiores esas personas estúpidas, crueles,
perezosas, deshonestas, que vivían como parásitos, a los mujiks de Kurilovka,
borrachos y supersticiosos, o a los animales que se espantan ante todo lo que
perturba la monotonía de su vida limitada por los instintos de bestias.”
La
resolución del conflicto inicial —posibilidad de elegir el propio camino, el
concepto del hombre hecho a sí mismo, el derecho al individualismo— pasa por la
transformación ideológica de unos (siervos) y otros (señores), por la ruptura
del inmovilismo ideológico en pro del progreso, entendido así por el
protagonista: “El progreso se basa en el amor al prójimo, en el cumplimiento de
las leyes morales. Si nadie vive a expensas de los demás ni los oprime, ¿qué
más progreso? ¿Existe acaso otro progreso?”
Y
para que eso ocurra es necesaria la revolución, un cambio profundo y rápido,
violento, primero en el ámbito personal —“… no podemos limitarnos a ser
espectadores pasivos de todas las injusticias. Cada uno de nosotros debe
resolver por sí mismo la cuestión del bien y el mal”—, y luego en el ámbito
colectivo. Tras comprobar el fracaso de su proyecto pedagógico en la aldea,
Macha, la esposa del protagonista reconoce que para acabar con la ignorancia,
el hambre, las ínfimas condiciones materiales, la degeneración, que reinan en
la aldea, “son necesarios otros medios de lucha, medios violentos, enérgicos,
heroicos, rápidos. Si quieres realmente hacer algo útil, debes ensanchar de un
modo considerable tu círculo de acción, obrar sobre la masa campesina de fuera.
Por de pronto, es preciso una propaganda enérgica, ruidosa, como la de la
música, que obra al mismo tiempo sobre miles y miles de seres humanos…”
Chéjov
no llegó a ver la gran revolución rusa, pero intuyó que era necesaria, que llegaría,
y pronto. Puede que los planteamientos de su novela parezcan en nuestro siglo
XXI los de un iluso, pero estamos en 2019 y no creo que el concepto humanista
de progreso que tenía el protagonista de Historia
de mi vida sea hoy una realidad global.
*
Las novelas no son la realidad,
pero ayudan a comprenderla.
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