Nos cuesta desprendernos de las
palabras, porque significa hacerlo también de nuestra biografía. Si por obra de
maleficio se borraran algunas de mi memoria, desaparecería la fantástica imagen
de una reata de burros cruzando en diagonal el Guadalquivir con los serones
llenos de arena, sabia y pacientemente guiados por el arriero, padre de mi amigo Emilio; la de una tarde cualquiera de
verano y un grupo de niños que corre en algarada haciendo molinetes con los
brazos mientras suena el triquitraque, la tira de mixtos que acaban de comprar en el quiosco; la imagen insistente de
mi padre, y pon pon, y pon pon, para
que atacáramos el plato de comida por
parejo, sin esculcar ni hacer apartijos en el borde; el revés de mi madre
en la boca, que no hizo sangre pero dejó huella, cuando me oyó decir sipote, así, a la cordobesa, como había
recién aprendido con cinco o seis años de mis amiguillos del Campo de la Verdad;
las salidas a primeros de diciembre en busca de un buen carrizo para la zambomba; las alegres excursiones a última hora de
la tarde hasta lah majáh a por la leche
de cabra; los viajes excitantes, y mareantes de gasolina, a Palma del Río, para
visitar a Pepe Galipa y a Conchita,
mis padrinos de bautismo, en aquella casa con tantas habitaciones y patios con
fuentes y flores; los ratos jugando a la píngola,
en otros sitios la llamaban tala o billarda, delante del cuartel, al zumillo, a los toreros, a los sansones
con la tanga, y dando, o recibiendo,
un masculillo; o el apelativo con que
mi padre me llamó desde los dieciséis a los veinticinco: ¿Dónde va el inglés? ¿Dónde estuviste anoche, inglés?
Las palabras guardan nuestra
biografía. Perder palabras es perder memoria. Identidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario