Hace unos días, al caer la tarde, andábamos los amigos por un camino de los alrededores del pueblo y señalé unos bolos de granito a la sombra de unos chaparros: se me vino a la boca, a la lengua, la palabra ñosclos. No la utilizo a menudo, ni la había oído antes de asentarme en estas tierras, pero entiendo perfectamente el nombre dado a esas piedras grandes, imposibles para un hombre, redondeadas por el viento y por las lluvias, por los fríos y las calores, por el canto de las tórtolas y por el silencio observante de los búhos.
Al llegar a casa comencé la indagación etimológica. No aparece ñosclo en el DRAE ni en ningún diccionario académico, y se extraña uno, tratándose de palabra tan especial en lo fonético -nuestra genuina eñe, dos oes, y un grupo consonántico no muy abundante en nuestra lengua- y tan onomatopéyicamente descriptiva. Algo a lo que se le diga ñosclo no puede ser pequeño, para eso están las íes diminutivas, las elles de perrillo, casilla, arbolillo y las tes de chiquitito, pero a nada diminuto le cuadra la orondez, la pesadez, del ñosclo. Si se me cae encima un ñosclo, no lo cuento, pero si se trata de una chinilla o de una piedrecita en el zapato, con descalzarme y sacudirlo enérgicamente se acaba el problema. ¿Se imaginan andar con un ñosclo a hombros, como el desdichado Sísifo? Ñosclo genera una imagen hiperbólica, quevedesca, un hombre a un ñosclo pegado, o gongorina, como el cíclope, descomunal.
Sólo en algunos diccionarios amateurs del habla malagueña he encontrado los ñosclos, que coinciden en el concepto piedra, pero no en el tamaño, pues se registran usos del tipo "Le dio un ñosclaso", equivalente a una vulgar y violenta pedrada, junto con la designación de un gran pedrusco, un peñasco, una peña. El ñosclo torrecampeño y malacitano resulta una palabra de etimología desconocida, resultado quizá de la creación popular, producto de un idiolecto, es decir, de un hablante, que tuvo fortuna y pasó a su comunidad lingüística más cercana, aunque es difícil explicar la aparición del término en dos lugares bien apartados geográfica y lingüísticamente. Entre los diccionarios locales, solamente he encontrado la cercana ñoscla, sustantivo definido por Francisco Muñoz en su Vocabulario gachero (2004) como un excremento o plasta, no sé si de vaca o de caballería, porque no concreta el autor.
Tras comprobar que doña María Moliner tampoco había recogido tal palabra, quedaba la posibilidad de que figurara en el diccionario del señor Alemany. Salvado de desaparecer en un contenedor madrileño, hace unos años llegó a mis manos un ejemplar del Nuevo Diccionario de la Lengua Española, a cargo de D. José Alemany y Balufer, de la Academia Española, y catedrático, por oposición, de Lengua Griega en la Universidad Central, publicado por la Editorial Ramón Sopena en Barcelona en 1941. No sé qué mares surcó ni cuantos navíos abordó, pero semejaba un viejo bucanero de 82 años con el rostro cruzado por un chirlo en la mejilla izquierda, los andares renqueantes de la edad y la artrosis, la vista cansada y dos dedos perdidos en la mano derecha, quiero decir que el libro ha perdido toda lozanía: las páginas del principio y del final están descosidas, sueltas y arrugadas algunas de ellas, con el papel un tanto áspero al tacto, pero con flexibilidad, y deshaciéndose literalmente por el borde de las hojas, que, según se pasan adelante o atrás, van desprendiendo trocitos de papel sobre la mesa. Tampoco aparecía ñosclo en este diccionario, por lo que desistí y me entretuve un rato con el señor Alemany, con las páginas 634 y 635 abiertas al azar.
En ocasiones, el anónimo lexicógrafo (dispénseme aquí el lector o lectora que recurra al masculino como término inclusivo, para no caer en el molesto y excusable lexicógrafo / lexicógrafa, etc., pues esta labor palabrera de que hablo pudo ser perfectamente obra de mujer, y a doña María Moliner remito), recurre al término culto, olvidado y en desuso como ludir, equivalente a frotar.
Hay lugar también para la sorpresa semántica que nos aguarda en la palabra fruta, junto a la que, dibujando una curva, la mano ha trazado la palabra teniente, cuya segunda acepción designa a la fruta no madura; y para el encuentro de palabras ni vistas ni oídas, como nugatorio o frustráneo, que es algo que no produce el efecto apetecido o, en otras palabras, que burla la esperanza concebida o el juicio que se tenía por hecho. Esa misma novedad nos viene también con las palabra tarina en la entrada dedicada a fuente, o los adjetivos toroso y adiano referidos a una persona fuerte, robusta y vigorosa, aunque el DRAE define la segunda, ya en desuso, como algo excelente y de gran valía.
Se queda uno pensativo mirando esas palabras, arcaísmos muchas de ellas, que seguramente no usará nunca, y que a lo mejor se encuentra en un artículo de Azorín, en un poema de Unamuno, o en alguna novela de Galdós. Anotadas con meticulosa perseverancia, bien por trabajo -¿obra de un académico? ¿del propio señor Alemany y Bolufer?-, bien por puro y puntilloso afán lexicográfico, estas anotaciones manuscritas hablan de muchas horas de trabajo para establecer relaciones y correspondencias significativas entre las palabras, revelan la labor rigurosa que hay detrás de un diccionario, reflejan también una pasión maravillosa por la lengua, por la precisión del vocabulario, por la riqueza léxica del español.
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