lunes, 21 de marzo de 2022

Mi biografía rusa


Estos días en que el psicópata Vladimir Putin está arrasando Ucrania, hago de vez en cuando ejercicios de memoria y paso unos minutos recordando palabras rusas acogidas por nuestra lengua, al tiempo que procuro ubicarlas cronológica y afectivamente en mi biografía.

Creo que la primera palabra de origen ruso que oímos las niñas y niños de mi generación vino en días de lluvia, como éste en el que escribo hoy, cuando le pedíamos a nuestros padres unas botas katiuskas yo nunca tuve unas‒, para poder cruzar los charcos sin mojarnos los pies; el no va más eran las de caña alta, que llegaban hasta las rodillas. Aquellas botas de goma negra, además de costar un dinero, que no sobraba en casa, sólo se usaban unos pocos días al año y, por otra parte, no teníamos necesidad ninguna de meternos en los charcos, así que los padres tenían la excusa perfecta para no ceder a nuestro antojo. La segunda palabra rusa más antigua que recuerdo la oí en boca de mi madre, cuando se refirió al abrigo de astracánella nunca tuvo uno‒ de alguna de las actrices, princesas, reinas y «señoras de» habituales en las revistas del corazón. Sé que le pregunté y que al cabo de los años vi alguno de esos abrigos ‒los había también de falso astracán‒ en mujeres muy encopetadas de la ciudad. En aquellos años de la niñez ‒hasta mediados de los 60‒ debió llegarme también la palabra zar (de origen romano, pues procede de la latina caesar), que asocio con una mujer que se presentaba en revistas y periódicos como Anastasia Romanov, única superviviente de la matanza en la casa Ipatiev de Ekaterimburgo, en la madrugada del 17 de julio de 1918. Seguramente, en la misma sarta vino el nombre del enigmático Rasputín, y quizá el de la perra Laika con el de Yuri Gagarin.

De los días hormonales, inseguros y cambiantes de la pubertad, recuerdo a Georgie Dann cantando el «Casatschok», en cuya letra una tal Petrusca tocaba la balalaica. Luego empezaron a llegar palabras de las novelas y cuentos de El jugador, de La muerte de Iván Ilich, de Narraciones de Chejov: la distancia de un lugar a otro en verstas, los rublos que ganaba un funcionario y los kopeks que costaba el pan o el vodka de los pobres, el samovar donde se calentaba el agua para el té, la fiereza de los cosacos, la fe ortodoxa en los iconos y en los popes.

Los de mi adolescencia fueron también tiempos de guerra fría, cuando radios, periódicos y noticiarios de televisión nos bombardeaban a diario con el soviet supremo, el politburó, la nomenklatura, la intelligentsia o las negativas de Andrei Gromico, conocido como míster Niet. Durante esos años finales del bachillerato y primeros de la Universidad, tampoco faltaron rusismos como el fraternal tovarich que aprendieron nuestros republicanos comunistas, o las terribles realidades ocultas en los acrónimos checa, gulag, y la barbarie que suponían el sustantivo pogrom, el adjetivo estalinista. Para entonces, la Rusia inmensa ‒desde el mar de Barents hasta el estrecho de Bering‒, cuya geografía recitábamos de memoria en la escuela ‒los ríos Volga, Yeniséi, Dniéper, Dniéster, Obi, Ural; los lagos Ladoga y Onega, el mar Negro, el mar Caspio; Moscú, Leningrado, Odesa, Stalingrado, y la helada Siberia, más allá de los montes Urales‒, para entonces, digo, la mítica Rusia de Atila y Tarás Bulba, la rusia literaria que habíamos conocido en Tolstoi, en Dostoievski y en Chejov, se nos apareció con la mirada de Boris Pasternak, con la de Alexander Solzhenitsyn, y comprendimos el sentido ‒el riesgo‒ de la palabra disidencia. Y de la palabra purga. En los años 80 ‒¡oh movida juvenil!‒, cuando nos llegó la mancha en la cabeza de Gorbachov, la glasnot, la troika, la perestroika, el beluga y la dacha de Francisco Umbral en Majadahonda, muchos jóvenes españoles ya estábamos desencantados, y nuestra única conexión rusa era fumarnos un sputnik para viajar por unas horas más allá de Orión.

De la mano del azote de Ucrania ‒Putin, el desalmado que bombardea hospitales y viviendas del pueblo; el criminal que masacra a la población civil en la cola del pan; el desequilibrado que amenaza al mundo con una guerra nuclear; el tirano que persigue la libertad de expresión; el demente que tiene la llave del gas y del petróleo de Europa; el majara con delirios de grandeza que se cree el nuevo gran timonel de la nueva Rusia y pretende restaurar la nefasta, por autoritaria, asfixiante y beligerante, unión de repúblicas soviéticas; el responsable del éxodo, hasta hoy, de más tres millones de personas‒, de esa mano genocida han llegado estos días de 2022 ‒mediada la sesentena de mis años‒ dos palabras que toda democracia debe desterrar: oligarca y silovik. Los europeos occidentales reconocemos la primera como nuestra, pues los antiguos griegos ya la usaron para designar la degeneración en el gobierno de sus ciudades-estado: lo que en un principio fue una aristocracia («el gobierno de los mejores»; aristós, ‘mejor’ + arjía, ‘poder’), acabó convirtiéndose en una oligarquía (oligós, ‘pocos’ + arjía, ‘poder’), en el gobierno de unos pocos, que solo miraban por sus propios intereses políticos y económicos. Los oligarcas rusos que hoy ven inmovilizados sus capitales y sus fabulosos yates, controlan la vida social, económica y política de la federación rusa, son multimillonarios, «nuevos rusos» los llaman, practicantes de la «plutocracia» (el gobierno de los más ricos) ‒alguno de ellos relacionado con la mafia rusa‒, que monopolizan la enorme riqueza del país, dueños de redes sociales, bancos, empresas tecnológicas y de armamento, petrolíferas, explotaciones mineras, fondos de inversión, equipos de fútbol y de la NBA, cadenas de restaurantes, taxis, plataformas de comercio electrónico, que han adquirido su riqueza con el corrupto beneplácito de Putin, aprovechando la privatización de las empresas estatales de la antigua URSS.

Junto a los oligarcas, que suelen tener residencias fuera de Rusia ‒uno de ellos, Abramovich, el dueño del Chelsea, tiene nacionalidad rusa, israelí y portuguesa‒, están los siloviki, los «hombres fuertes», los compañeros, amigos y colaboradores íntimos de Putin ‒generales, altos funcionarios, políticos‒ absolutamente leales y obedientes, antiguos oficiales del KGB o de otros cuerpos de seguridad del estado, «securócratas», que dirigen la invasión de Ucrania desde el Kremlin sin discutir las órdenes del trastornado timonel. En palabras de la analista Tatyana Stanovaya, estos hombres «dominan la agenda, alimentan las ansiedades de Putin y provocan y aumentan la tensión».

Al ver estos días imágenes de la invasión y destrucción de Ucrania, del salvaje y trágico asedio de ciudades, del éxodo de la población, de la falta de alimentos, agua, luz, medicinas, no puede uno evitar el nudo de dolor, de impotencia, y de enojo contra el despiadado Vladimir Putin, que ‒jaleado por sus amigos oligarcas y siloviki‒, solo aporta miedo, corrupción y barbarie al pueblo ruso, al pueblo ucraniano y a la comunidad internacional.


No hay comentarios: