Ayer, entre el gentío del
bulevar, me sentí rozado por un Ser misterioso al que siempre había deseado
conocer y que reconocí de inmediato aunque nunca lo hubiese visto. Habitaba en
él, sin duda, el mismo deseo respecto a mí, pues al cruzarse conmigo me hizo un
significativo guiño que me apresuré a obedecer. Lo seguí atentamente y pronto
bajé tras él a una estancia subterránea, deslumbrante, donde brillaba un lujo
del que ninguna de las habitaciones superiores de París podía servir de ejemplo
aproximado. Me pareció sorprendente que hubiese podido pasar tan a menudo junto a ese prestigioso antro sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera
exquisita, aunque embriagadora, que hacía olvidar casi al instante todos los
fastidiosos horrores de la vida; se respiraba una beatitud sombría, como la que
debieron experimentar los comedores de loto cuando al desembarcar en una isla
encantada, iluminada por los destellos de un eterno mediodía, sintieron nacer
en ellos, a los sones adormecedores de melodiosas cascadas, el deseo de no
volver a ver sus hogares, a sus mujeres, a sus hijos, y de no volver a remontar
las altas olas del mar.
Había allí rostros extraños de hombres y mujeres marcados
por una belleza fatal que me parecía haber visto en épocas y en países
imposibles de recordar con exactitud, y que me inspiraban más bien una simpatía
fraternal que ese rechazo que suele nacer a la vista de lo desconocido. Si
quisiera tratar de definir en cierta manera la expresión singular de sus
miradas, diría que jamás he visto ojos brillando más enérgicamente por horror
al tedio y por el deseo inmortal de sentirse vivir.
Cuando nos sentamos, mi anfitrión y yo éramos ya viejos y
perfectos amigos. Comimos, bebimos sin mesura toda clase de vinos
extraordinarios y, cosa no menos extraordinaria, después de varias horas yo no
estaba más bebido que él. Sin embargo, el juego —ese placer sobrehumano— había interrumpido
en varios intervalos nuestras frecuentes libaciones, y debo decir que yo me
había jugado y perdido mi alma, mano a mano, con una despreocupación y una
ligereza heroicas. El alma es algo tan impalpable, tan a menudo inútil, algunas
veces tan molesta, que sentí, al perderla, un poco menos de emoción que si
durante un paseo hubiera perdido mi tarjeta de visita.
Fumamos lentamente algunos cigarros cuyo sabor y cuyo aroma
incomparables procuraban al alma la nostalgia de países y de dichas
desconocidas, y, embriagado con todas estas delicias, me atreví, en un acceso
de familiaridad que no pareció disgustarle, a gritar, tomando una copa hasta el
borde: «¡A tu inmortal salud, viejo Chivo!»
Hablamos también del universo, de su creación y de su futura
destrucción; de la gran idea del siglo, es decir, del progreso y de la
perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de infatuación humana.
Sobre este asunto, Su Alteza no cesaba en sus bromas ligeras e irrefutables, y
se expresaba con una suavidad de dicción, y con una tranquilidad en las cosas
más grotescas como no he encontrado en ninguno de los más célebres
conversadores de la humanidad. Me explicó lo absurdo de las diferentes
filosofías que hasta el presente han tomado posesión del cerebro humano, e
incluso se dignó hacerme confidencias sobre algunos principios fundamentales
cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con cualquiera. No se
quejó de ninguna manera de la mala reputación de la que goza en todas las partes
del mundo, me aseguró que era ella misma la persona más interesada en la
destrucción de la superstición, y me
confesó que solo una vez había tenido miedo por su propio poder, el día en que
oyó a un predicador más sutil que sus compañeros gritar desde el púlpito: «¡Mis
queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis alabar el progreso de las
luces, que el más bello engaño del diablo es el de persuadiros de que no
existe!»
El recuerdo de este célebre orador nos condujo naturalmente
al tema de las academias, y mi extraño comensal afirmó que no desdeñaba, en
muchos casos, inspirar la pluma, la palabra y la conciencia de los pedagogos, y
que él asistía casi siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones
académicas.
Alentado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y si
lo había visto recientemente. Me respondió con una despreocupación matizada de
cierta tristeza: «Nos saludamos cuando nos encontramos, pero como dos viejos
caballeros en los que una cortesía innata no supiera apagar del todo el
recuerdo de antiguos rencores.”
Es dudoso que Su Alteza haya dado alguna vez tan larga
audiencia a un mortal, y yo temía abusar. Al fin, cuando el alba estremecida
blanqueaba los cristales, este célebre personaje cantado por tantos poetas y
servido por tantos filósofos que trabajaban para su gloria, sin saberlo, me
dice: «Quiero que guardes de mí un buen recuerdo, y probarte que Yo, de quien
tanto mal se dice, soy algunas veces buen
diablo, por servirme de una de vuestras locuciones vulgares. Para compensar
la pérdida irremediable que has tenido de tu alma, te concedo la apuesta que
habrías ganado si hubieras tenido suerte, es decir, la posibilidad de aliviar y
de vencer, durante toda tu vida, esa rara afección del Tedio, que es la fuente
de todos tus males y de todos tus miserables progresos. Jamás formularás un
deseo que yo no te ayude a realizar; reinarás sobre tus vulgares semejantes; se
te facilitarán halagos e incluso adoraciones; el dinero, el oro, los diamantes,
los palacios de hadas, vendrán a buscarte y te rogarán que los aceptes, sin que
hayas hecho esfuerzo por ganarlos; cambiarás de patria y de lugar tan a menudo
como tu fantasía te lo ordene; te embriagarás sin descanso de voluptuosidades
en países donde siempre hace calor y las mujeres huelen como las flores, et caetera, et caetera…», añadió
levantándose y despidiéndose con una generosa sonrisa.
Si no hubiese sido por el temor a humillarme ante tan
numerosa asamblea, de buena gana hubiera caído a los pies de aquel generoso
jugador para agradecerle su inaudita generosidad. Pero poco a poco, después de
haberlo dejado, volvió a mí la incurable desconfianza; no me atrevía a creer en
tan prodigiosa dicha y al acostarme, rezando como siempre mi oración por un
resto de costumbre imbécil, repetía medio dormido: «¡Dios mío! ¡Señor, Dios
mío! ¡Haz que el diablo me mantenga su palabra!»