El uso del lenguaje también levanta pasiones. No
somos los únicos atentos a lo que aquí hemos llamado «El idioma de los virus»,
o sea, a la presencia de estos seres microscópicos en nuestro hablar. Cualquier
interesado o curioso puede comprobar la abundancia de comentarios, artículos y
opiniones que el sárscovdos concita
en radios, periódicos digitales, blogs y redes sociales, lo cual es signo de
interés por nuestro idioma y prueba de que este responde con rapidez, a veces
con precipitación, a las inmediatas necesidades de comunicación de las
decisiones sociosanitarias o de los contenidos científicos.
El
martes 28 de abril, el presidente del gobierno daba a conocer el «Plan para la
transición a una nueva normalidad», título cuyo último sintagma se convirtió
inmediatamente en ariete de ataque. No llega uno a entender el ensañamiento
mediático, político, contra la «nueva normalidad» aludida en el citado plan. De
las 17 ocasiones en que se hace referencia a ella, ninguna deja entrever la
idea de volver, de regreso a un antes ya conocido, a la “vieja normalidad”, al
entonces en que vivíamos ajenos al peligro, desconocedores del virus de Wuhan;
sí encontramos, en cambio, los conceptos de transición, de camino, de avance
hacia una realidad distinta, tal como leemos en la última página del documento,
cuando se explica en qué consiste la «nueva normalidad»: “Terminan las
restricciones sociales y económicas, pero se mantienen la vigilancia
epidemiológica, la capacidad reforzada del sistema sanitario y la autoprotección
de la ciudadanía”. Sin embargo en El
Mundo leíamos: “Llamar nueva a la normalidad desacredita tanto al adjetivo
como al sustantivo. No es tanto oxímoron como disparate”. Bieito Rubido
escribía en ABC: “Lo que todos
queremos y ansiamos es que vuelva la normalidad. El problema es que alguien, en
algún lugar, con escaso talento y no buenas intenciones, busca redefinir el
concepto de lo normal”. Por su parte, el infectólogo Benito Almirante afirmaba,
según ESdiario, que estábamos ante
“un término acuñado por Pedro Sánchez que los españoles escucharán hasta la
saciedad en las próximas semanas y que encierra una triste realidad: el
presidente y su gurú Iván Redondo quieren que los ciudadanos vayan asumiendo
que nada será igual”. Finalmente, un parlamentario de Vox hablaba del “tufo
totalitario” que desprendía esa «nueva normalidad»; ellos, la extrema derecha,
blandiendo el argumento del totalitarismo para atacar al oponente político…
¡País!, diría Forges.
No
voy a entrar aquí en si estamos ante un calco del inglés (la expresión new normal surgió en el ámbito de los
economistas para referirse a la situación provocada por la crisis de las
hipotecas basura en 2008, cuando en el mundo de las finanzas lo anormal acabó
convirtiéndose en normal), o si fue menganito o zutanito el primero en usarla:
a la Wikipedia y al afán investigador
de cada quien remito. Creo que con el sintagma «nueva normalidad» estamos ante
una coincidencia, no ya lingüística, que también, sino existencial. El sárscovdos, recordémoslo, es una pandemia,
un nuevo y desconocido mal expandido por todo el planeta, y en la historia de
nuestros días, aún por escribir, aparecerá este hito —¿La COVID-19? ¿La gripe
de Wuhan? ¿Qué nombre consagrará la posteridad?—, se hablará de los primeros
casos en China en diciembre del 19, de su inusitada facilidad de contagio, de
lo in fraganti que nos pilló, de
jactanciosos ninguneos, de improvisaciones, del echar en falta presupuestos en
I + D, de la falta de medios —para la ciencia, para la medicina y para la
farmacología, para los hospitales, para la enseñanza, para las personas
mayores, para los jóvenes, para…—, de las infames luchas políticas y de
patrioterismos fuera de lugar, de las contradicciones y ambigüedades de los
discursos, de los sectarismos, de la urgentísima demanda y de la carestía de la
oferta, incluso de timos, estafas y extorsiones, de la exaltación de la
vecindad, del espíritu solidario, de la obediencia civil.
¿Cómo
no va a cambiar la vida nacional, si ya lo ha hecho la individual, la familiar,
la laboral y la social? ¿Volverá todo a ser como antes? Por lo pronto, no
sabemos cuándo acabará este después, este tiempo que vivimos tras aquel antes
que se nos acabó cuando el virus maligno empezó a propagarse. ¿Cuánto tiempo
tardará en encontrarse una vacuna efectiva contra el virus? ¿En qué condiciones
geopolíticas se encontrará el mundo en ese momento? Tampoco espero que, tras la
cuarta fase de desescalada, volvamos
a ese mismo entonces en que vivíamos —diciembre de 2019—, porque sería como
estar en una noria, condenados a un cíclico repetir errores.
Entiendo
que la normalidad es la rutina —de una persona, o del conjunto de la sociedad, como diría el ministro Illa—, el quehacer
cotidiano, la pauta y el ritmo habituales, lo que de regular, común y corriente
hay en nuestras vidas. En el entonces futuro en que este país la encuentre
—¿cuestión de meses?, ¿de años?—, su
normalidad será en parte consecuencia del ahora, de esta crítica circunstancia
sanitaria y económica. No saldremos indemnes de ella —casi 25.000 personas
fallecidas de momento—, el tejido social y laboral, en hibernación durante la cuarentena, necesitará tiempo para recuperar elasticidad y funcionalidad, plena
sensación de vida; seremos más conscientes de nuestra debilidad ante estos
patógenos invisibles y procuraremos, exigiremos, estar más protegidos ante
ellos. Antes o después llegará ese entonces, ese volver a la rutina de nuestras
vidas, y espero que con la conciencia más clara aún de nuestra fragilidad
individual y colectiva. Y sí, será una «nueva normalidad», sin oxímoron que
valga ni disparate por medio, porque nuestra vida cotidiana se verá afectada
por la crisis que ahora atravesamos, como nos afectó a todos el atentado contra
las torres gemelas o la caída de Lehman Brothers.
La
aldea global, recuerden.
*
Clannad, I Will Find You