sábado, 2 de mayo de 2020

¿Vieja normalidad?


           El uso del lenguaje también levanta pasiones. No somos los únicos atentos a lo que aquí hemos llamado «El idioma de los virus», o sea, a la presencia de estos seres microscópicos en nuestro hablar. Cualquier interesado o curioso puede comprobar la abundancia de comentarios, artículos y opiniones que el sárscovdos concita en radios, periódicos digitales, blogs y redes sociales, lo cual es signo de interés por nuestro idioma y prueba de que este responde con rapidez, a veces con precipitación, a las inmediatas necesidades de comunicación de las decisiones sociosanitarias o de los contenidos científicos.
            El martes 28 de abril, el presidente del gobierno daba a conocer el «Plan para la transición a una nueva normalidad», título cuyo último sintagma se convirtió inmediatamente en ariete de ataque. No llega uno a entender el ensañamiento mediático, político, contra la «nueva normalidad» aludida en el citado plan. De las 17 ocasiones en que se hace referencia a ella, ninguna deja entrever la idea de volver, de regreso a un antes ya conocido, a la “vieja normalidad”, al entonces en que vivíamos ajenos al peligro, desconocedores del virus de Wuhan; sí encontramos, en cambio, los conceptos de transición, de camino, de avance hacia una realidad distinta, tal como leemos en la última página del documento, cuando se explica en qué consiste la «nueva normalidad»: “Terminan las restricciones sociales y económicas, pero se mantienen la vigilancia epidemiológica, la capacidad reforzada del sistema sanitario y la autoprotección de la ciudadanía”. Sin embargo en El Mundo leíamos: “Llamar nueva a la normalidad desacredita tanto al adjetivo como al sustantivo. No es tanto oxímoron como disparate”. Bieito Rubido escribía en ABC: “Lo que todos queremos y ansiamos es que vuelva la normalidad. El problema es que alguien, en algún lugar, con escaso talento y no buenas intenciones, busca redefinir el concepto de lo normal”. Por su parte, el infectólogo Benito Almirante afirmaba, según ESdiario, que estábamos ante “un término acuñado por Pedro Sánchez que los españoles escucharán hasta la saciedad en las próximas semanas y que encierra una triste realidad: el presidente y su gurú Iván Redondo quieren que los ciudadanos vayan asumiendo que nada será igual”. Finalmente, un parlamentario de Vox hablaba del “tufo totalitario” que desprendía esa «nueva normalidad»; ellos, la extrema derecha, blandiendo el argumento del totalitarismo para atacar al oponente político… ¡País!, diría Forges.
            No voy a entrar aquí en si estamos ante un calco del inglés (la expresión new normal surgió en el ámbito de los economistas para referirse a la situación provocada por la crisis de las hipotecas basura en 2008, cuando en el mundo de las finanzas lo anormal acabó convirtiéndose en normal), o si fue menganito o zutanito el primero en usarla: a la Wikipedia y al afán investigador de cada quien remito. Creo que con el sintagma «nueva normalidad» estamos ante una coincidencia, no ya lingüística, que también, sino existencial. El sárscovdos, recordémoslo, es una pandemia, un nuevo y desconocido mal expandido por todo el planeta, y en la historia de nuestros días, aún por escribir, aparecerá este hito —¿La COVID-19? ¿La gripe de Wuhan? ¿Qué nombre consagrará la posteridad?—, se hablará de los primeros casos en China en diciembre del 19, de su inusitada facilidad de contagio, de lo in fraganti que nos pilló, de jactanciosos ninguneos, de improvisaciones, del echar en falta presupuestos en I + D, de la falta de medios —para la ciencia, para la medicina y para la farmacología, para los hospitales, para la enseñanza, para las personas mayores, para los jóvenes, para…—, de las infames luchas políticas y de patrioterismos fuera de lugar, de las contradicciones y ambigüedades de los discursos, de los sectarismos, de la urgentísima demanda y de la carestía de la oferta, incluso de timos, estafas y extorsiones, de la exaltación de la vecindad, del espíritu solidario, de la obediencia civil.
            ¿Cómo no va a cambiar la vida nacional, si ya lo ha hecho la individual, la familiar, la laboral y la social? ¿Volverá todo a ser como antes? Por lo pronto, no sabemos cuándo acabará este después, este tiempo que vivimos tras aquel antes que se nos acabó cuando el virus maligno empezó a propagarse. ¿Cuánto tiempo tardará en encontrarse una vacuna efectiva contra el virus? ¿En qué condiciones geopolíticas se encontrará el mundo en ese momento? Tampoco espero que, tras la cuarta fase de desescalada, volvamos a ese mismo entonces en que vivíamos —diciembre de 2019—, porque sería como estar en una noria, condenados a un cíclico repetir errores.
            Entiendo que la normalidad es la rutina —de una persona, o del conjunto de la sociedad, como diría el ministro Illa—, el quehacer cotidiano, la pauta y el ritmo habituales, lo que de regular, común y corriente hay en nuestras vidas. En el entonces futuro en que este país la encuentre —¿cuestión de meses?, ¿de años?—,  su normalidad será en parte consecuencia del ahora, de esta crítica circunstancia sanitaria y económica. No saldremos indemnes de ella —casi 25.000 personas fallecidas de momento—, el tejido social y laboral, en hibernación durante la cuarentena, necesitará tiempo para  recuperar elasticidad y funcionalidad, plena sensación de vida; seremos más conscientes de nuestra debilidad ante estos patógenos invisibles y procuraremos, exigiremos, estar más protegidos ante ellos. Antes o después llegará ese entonces, ese volver a la rutina de nuestras vidas, y espero que con la conciencia más clara aún de nuestra fragilidad individual y colectiva. Y sí, será una «nueva normalidad», sin oxímoron que valga ni disparate por medio, porque nuestra vida cotidiana se verá afectada por la crisis que ahora atravesamos, como nos afectó a todos el atentado contra las torres gemelas o la caída de Lehman Brothers.
            La aldea global, recuerden.
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Clannad, I Will Find You