Entre las hojas de papel biblia de su breviario, iba guardando mi madre estampas de primera comunión, de difuntos, de Dolorosas y Crucificados, de santos, beatas y venerables milagreros, algunos con macabros rostros ojerosos que daban espeluznos. De todo aquel cartulinaje, prefería la estampa del padre Damián, que se parecía más a las de primera comunión con sus tonos blancos y marfil. Debía ser la que ahora mismo estoy viendo en internet, que se vende a coleccionistas por cinco euros y medio, con el misionero belga a la edad de Cristo, el crucifijo en su izquierda y dos corazones en medio de la corona de espinas bordados en el hábito. Fue el primer santo contemporáneo que conocí, y lo prefería a Bernardette y a los pastorcillos de Fátima, que sólo tenían visiones. El padre Damián era un santo varón que hacía cosas humanas: estudiaba, escribía cartas, viajaba en barco, construía albergues y cuidaba a los pobres desgraciados que habían contraído la lepra y vivían confinados, condenados, en una isla del Pacífico. Un hombre de acción, una entrega heroica que pudimos ver, y llorar, en la película Molokai.
Vivió uno su niñez en hábitat propenso a lo eclesiástico, al heroísmo por la fe y a los milagros; en su alrededor, todos los elementos y circunstancias para salir, si no misionero o seminarista como uno de sus tíos, a lo menos, rezador de rosarios, creyente o practicante, pero nunca sintió la llamada de la fe, ni la necesidad de orar con vivo movimiento de su corazón.
Lo siento por mi madre, que mantiene la fe sin mácula y en el retiro de su dormitorio, antes de acostarse, todas las noches saca la estampa del breviario y hace su jaculatoria a Gema Galgani. Qué le pedirá al cielo.
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Los vascos, como todo el mundo sabe, estaban aquí antes que ninguno de nosotros, y quizá por eso el elemento cultural euskaldún está tan presente en nuestras vidas. No pienso en estos tiempos menguados de etarras que pegan tiros en la nuca. No me interesan los asesinos. Hablo de otra Euzkadi ta askatasuna. Más libre y más hermosa, porque era la que imaginaba y viví hasta los doce o trece años. Tirando de la cuerda con rigor, oh recreos de soka-tira, y sin ánimo gudari, diré que yo también tuve una infancia vasca, aunque no pisé aquella tierra hasta los dieciséis años. Pero en esto salí como los de Bilbao, que pueden ser de donde les dé la gana. Espero que dentro de unas líneas lo comprendan.
Aparte el segundo apellido de mis primos del norte y el Josechu del tbo, la que da pie a esta entrada fue mi primera palabra del vasco. Luego aprendí otras como agur, boina, chistulari, aizkolari y versolari. Los zorcicos los descubrí después, con Pío Baroja. Más tarde, y en boca de una bilbaína con la que tuve amores, sentí la dulzura con que se pronuncia aita. De niño vi películas –costumbristas, dramáticas, heroicas- de marineros y pescadores vascongados, de traiciones –de traineras- y de amores entre caseríos, con valles, montes y bosques como no conocía en el sur, aprendí los nombres del roble y del haya, me emocioné con historias de pelotaris y de emigrantes que añoraban el verde y el chacolí. Miraba también fotografías de los viajes al norte de mi abuelo y de mi madre, que me habló por primera vez del aurresku y de la Concha, de la isla de Ízaro y de una playa nudista; y de un partido de fútbol en que Kubala le marcó tres goles a la Real. En el blanco y negro de la televisión, nos estremecimos con los chasquidos del hacha en los troncos, con los aúpa y los vamos a los levantadores de piedra y a los mozos de bueyes de arrastre, conocimos las glorias pasadas de Paulino Uzcudun, vibramos con los puños de hierro del morrosco de Cestona, y nos aficionamos a los partidos de cesta punta o de pelota a mano. Cómo olvidar los ratos en el patio de los pabellones de la calle Altillo jugando al frontón con las gorila. Oh, jai alai, oh tiempos de pelota y pantalón corto.
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