La arrugada viejecilla se sentía muy contenta cuando veía a un hermoso niño a quienes todos hacían fiestas, a quien todos querían agradar; una preciosa criatura, tan frágil como ella, la viejecilla, y, como ella, sin dientes y sin pelo.
Y se le acercó, queriendo hacerle risitas y mimitos.
Pero el niño, asustado, se agitaba con las caricias de la pobre vieja decrépita y llenaba la casa con sus llantos.
Entonces la pobre vieja se retiró a su eterna soledad, y lloraba en un rincón diciéndose: “¡Ay, para nosotras, desgraciadas hembras viejas, ya pasó la edad de resultar agradables, incluso a los inocentes; y le damos miedo a las criaturas a las que queremos dar cariño!”
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