Considerado desde aquí, desde este parque-mirador de La Raya —“periurbano” dio en llamarlo la municipalidad—, en este momento —la mañana de un martes de finales de noviembre—, y en estas circunstancias —pasado ya el mediodía, nada recuerda la capa de escarcha de la madrugada; se está bien al sol, cuya lengua picante contrarresta la brisa que viene lamiendo fresquita desde el oeste; el silencio ambiente, contrapunteado apenas por las esquilas de un rebaño de ovejas que menudean la hierba nacida tras unos días de lluvia—, quién podría negar la hermosura del panorama que contemplo sentado en un banco de piedra, la virgiliana apacibilidad del pueblo extendido a mis pies.
Pero más que en la geometría de los tejados o en el abanico de las dos palmeras que se elevan sobre ellos, más que en el ir y el volver del labriego que ara un trozo de tierra sobre un pequeño tractor —casi tan grande el hombre como la máquina—, y más que en el alazano y en la yegua torda que pacen junto al campo de fútbol, debería fijarse el observador en la pureza.
En la pureza —y su infinitud— del azul de arriba.
Y en el pecho del petirrojo que saltea y hunde su pico alrededor del lauro que crece junto al estanque.
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