El País del día 17 de julio de 1985 dedicó una página al escritor
alemán Heinrich Böll tras su muerte, y desde uno de los desvanes de la memoria
viene el recuerdo de una mesa redonda entre los alumnos de 6º de bachillerato organizada
por Teresa Morales, nuestra profesora de Literatura en el «Averroes», en la que
me tocó presentar al autor de Opiniones
de un payaso, que aún no había recibido el premio Nobel.
Acababa yo de cumplir los 16 y,
salido apenas de los clásicos juveniles —Julio Verne, Fenimore Cooper, Stevenson,
Defoe, los cuentistas rusos, el Werther—
mis lecturas contemporáneas eran escasas: las primeras novelas de García
Márquez, alguna de Vargas Llosa, relatos de Cortázar y de Borges, Hijo de hombre, de Augusto Roa Bastos, y
poco más. Recuerdo haber leído también en aquella época La sombra del ciprés es alargada y La hoja roja, de Delibes, cuentos de Ignacio Aldecoa y de Ana María
Matute, la Volvoreta de Wenceslao
Fernández Flores, las Industrias y
andanzas de Alfanhuí, y la historia de Billy el Niño, El bandido adolescente, de Ramón J. Sender, que fueron apareciendo
en la colección «libro RTV» de Salvat, con la que mi generación se hizo
lectora.
Creo que Heinrich Böll y Samuel
Beckett, cuyo Godot estuvimos
ensayando durante unos meses de ese mismo año, fueron, exceptuados los hispanos
que he citado, los primeros autores europeos vivos que leí. Para preparar
aquella presentación en el seminario de Literatura del instituto pude leer
también varios fragmentos de la primera novela de Böll, El tren llegó puntual, y entre prólogos de otras obras suyas,
historias de la literatura y algunos artículos de revistas que localicé en la
biblioteca provincial salí, si no airoso, al menos satisfecho con el orden y
claridad pedagógica de mi breve exposición.
RFA, RDA, USA, URSS, OTAN, Pacto
de Varsovia, Berlín Este, Berlín Oeste, los Sputnik y los Explorer, los Apolo y
los Soyuz, espías y contraespías, países aliados y países satélite, comunistas
y capitalistas, democracias y totalitarismos. Habíamos sido educados en esas
dicotomías, en esas dualidades zoroástricas. Las dos Alemanias eran el ejemplo perfecto
de realidades irreconciliables, de modelos políticos antípodas. Y la ciudad de
Berlín, tajada en dos por el muro de la vergüenza, el símbolo viviente de tal imposibilidad.
La obra de Heinrich Böll
cuestionaba la imagen de la RFA como tierra del bienestar económico, no porque
planteara que tal paraíso material no existiera, sino porque exponía con
crudeza sobre qué cimientos se había reedificado esa nueva Alemania del
progreso industrial y tecnológico, con qué mimbres se había obrado el famoso “milagro
alemán”.
El protagonista de Opiniones de un payaso es Hans Schnier,
de 27 años, hijo de padres burgueses protestantes, educado en un colegio
católico pero ateo, payaso de profesión. Abandonado por Marie, de padres
judíos, la mujer con la que llevaba varios años conviviendo, Hans se refugia en
el alcohol y termina lesionado durante una actuación. Sin un céntimo y sin
expectativas de trabajo, vuelve a su apartamento en Bonn, donde nos va
relatando su vida a través de recuerdos y conversaciones telefónicas.
Schnier
es un personaje automarginado, no encaja en la sociedad porque no es un
hipócrita, porque trata de vivir según sus valores, porque es incapaz de callar
sus ideas y opiniones ante los demás. Piensa que Alemania sufre una dolencia
moral: por debajo del milagro económico late una enfermedad —el olvido del
pasado nazi y su injustificable violencia—, a la que se unen otros males no
menos desdeñables: la hipocresía de católicos y protestantes, la ceguera de los
grandes partidos políticos, el pragmatismo de Konrad Adenauer, que fomentaron la
sociedad de consumo, el conformismo y la estabilidad como máximas aspiraciones
individuales. Frente a esos valores, el payaso Schnier no olvida el pasado nazi
de tantos compatriotas: “Siempre temo que borrachos alemanes de cierta edad me
hablen, porque indefectiblemente hablan de la guerra y encuentran que aquello
fue magnífico, y cuando están completamente borrachos resulta que son unos
asesinos y quieren «hacer un escarmiento» por cualquier cosa.” Ni cree que la
religión —protestante o católica— haga mejores a las personas, ni que la
acumulación de bienes o la posesión de dinero sea el camino de la libertad y de
la felicidad.
Novela, en fin, de ideas, de opiniones sin mordaza, de conciencia, que no podía dejar indiferente a quienes empezábamos entonces a descubrir las luces y sombras de la vida.