En cuanto a la Diablesa, mentiría si no
reconociera que a primera vista le encontré un raro encanto. Para definir este
encanto no sabría compararlo a nada mejor que al de las bellísimas mujeres
maduras que ya no envejecen más, y cuya belleza guarda la magia penetrante de
las ruinas. Tenía un aire entre autoritario y desgarbado, y sus ojos, aunque
abatidos, tenían una fuerza fascinante. Lo que más me sorprendió fue el
misterio de su voz, en la que encontré el recuerdo de las contraltos más deliciosas y también un poco de esa ronquera de las
gargantas continuamente lavadas por el aguardiente.
“¿Quieres
conocer mi poder?”, dijo la falsa diosa con su voz encantadora y paradójica.
“Escucha.”
Y
se llevó a los labios una gigantesca trompeta adornada de cintas, como un pito
de carnaval, con los nombres de todos los periódicos del universo, y gritó mi
nombre, que rodó por el espacio con el ruido de cien mil truenos y volvió a mí
rebotado por el eco del más lejano planeta.
“¡Diablos
–dije medio subyugado—, eso sí que es precioso! Pero al examinar con más
atención a la seductora marimacho me pareció vagamente que la reconocía por
haberla visto brincar con unos granujas conocidos míos; y el son ronco del
cobre trajo a mis oídos no sé qué recuerdo de una trompeta prostituida.
También
le respondí con todo mi desdén: “¡Vete! No he nacido para casarme con la
querida de algunos que no quiero nombrar.”
Ciertamente,
con una abnegación tan valiente tenía derecho a estar orgulloso. Pero por
desgracia me desperté y me abandonaron todas las fuerzas. “En verdad, me dije,
tendría que estar pesadamente aletargado para mostrar tales escrúpulos. ¡Ah, si
pudieran volver mientras estoy despierto, no me haría tanto el delicado!
Y
los invoqué en voz alta, suplicándoles perdón, ofreciéndoles que me deshonraría
cada vez que hiciera falta para merecer sus favores; pero los había ofendido
mucho sin duda, pues no volvieron jamás.
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