Durante mis años universitarios —del 73 al 78—, el
verbo consagrado, conjugado en todas sus formas activas y pasivas, era transgredir, y transgresión el concepto, el marchamo identificador de la valía de
una obra o de un autor. Eran tiempos aperturistas, de finiquito de la
dictadura, de reivindicación de las libertades públicas e individuales, de
oxigenación del país tras cuarenta años atosigado por carcas y turiferarios. Con
transición política llegaban también las estéticas transgresoras.
En
ese medio ambiente rupturista y transgresor, un día entré en una librería y
salí con El escritor, de Azorín, en
la serie azul de la colección Austral. Luego vinieron las confesiones de un pequeño filósofo, La voluntad, Pueblo, Rivas y
Larra, Antonio Azorín, La ruta de Don Quijote, Al margen de los clásicos, Los pueblos y la Andalucía trágica…, en
fin, que me hice azoriniano durante una buena temporada, aun tratándose, como
le dijo una vez Pío Baroja, de un “escritor gubernamental”. Lo leía siempre en
aquellas terceras, quintas y octavas ediciones o reimpresiones de la simpar
colección Austral, cuyos volúmenes modernos, no así los antiguos, estaban
pésimamente encolados y se descuajaringaban enseguida, desprendiéndoseles las
hojas de volandero espíritu que a veces se colocaban fuera de lugar o se
perdían irremediablemente. ¡Pobre Azorín, en qué malas ediciones lo ha leído
uno siempre! Pero con qué gusto y cuánto ha aprendido uno en sus páginas.
El
libro que recomiendo hoy tiene dos partes. Dos títulos. Dos colecciones de
artículos sobre escritores españoles. Los clásicos, desde la Edad Media hasta
el XVIII. Y los modernos, desde Pereda a Rubén Darío.
Clásicos redivivos
En
algunos de estos retratos se le nota a Azorín su amor por el cine, o al menos
su frecuentación: como en fotografías o sucesión de fotogramas va componiendo
el retrato de los escritores: Berceo en una humilde celda, pensando y
componiendo su alegoría romera; Manrique en una ciudad de nuestro tiempo; el
frailecico Luis de Granada, que regresa en tren desde Lisboa a Madrid; Teresa
de Jesús, que visita sus conventos de Castilla y Andalucía en un automóvil
Ford; Miguel de Cervantes, melancólico en el café madrileño El Lion d’Or,
buscando editor para su novela sobre un loco, incapaz de competir en el teatro,
no ya con Lope de Vega, sino con Jacinto Benavente; Góngora en la consulta del
doctor Marañón , viviendo en una ciudad fabril cuyas chimeneas lo ennegrecen
todo, soñando, alucinando un mundo perfecto; Lope, creador de un emporio cuyos
productos —los mejores, los más prácticos, los más económicos— se publicitan y
exportan por todo el mundo; don Gabriel Téllez, Tirso de Molina, en la lectura
de Marta la Piadosa, ante la compañía
que la va a representar en el teatro Infanta margarita; doña María de Zayas en
su vejez madrileña, pobre, solitaria, olvidada; Feijóo, director de un
periódico al que puntualmente llegan por televisión noticias de las cinco
partes del mundo; Jovellanos, contemporáneo de Unamuno y de Martínez Sierra, en
el ensayo general de El delincuente
honrado, con Catalina Bárcena de primera actriz; Moratín hijo, malhumorado,
sin dinero, sin éxito…
Clásicos futuros
En esta segundo parte, Azorín
muestra su mejor vena de periodista, de cronista y reportero: una visita a
Pereda en sus últimos días, el robo de un cuaderno de notas personales de la
biblioteca de Clarín —“Yo lo he guardado ávidamente en mi bolsillo. No, no
cometía latrocinio; usaba un derecho no escrito”—; el maestro Unamuno recibido
por incondicionales en la estación de las Delicias; Rubén Darío de veraneo en
Asturias…
Sigiloso, de puntillas,
perceptible apenas, con imaginación y sensibilidad, Azorín nos acerca a la
intimidad de estos escritores, a escenas de su vida cotidiana y nos dice sobre
ellos lo que no encontraremos en las historias de la literatura. No
reinterpreta, como hizo Unamuno con don Quijote y Sancho, revive, hace
contemporáneos suyos a los retratados, redivivos, como afirma en el breve
prólogo: “La imaginación desvaría por lo pretérito; me encuentra a la par en el
pasado y en el presente […] ¿Y por qué no serán de hoy los que fueron de ayer?
Fueron de ayer; pero son de todos los tiempos. Vivieron ayer y viven hoy”.
Nunca el lector ha tenido tan
cerca, tan vivos, a nuestros clásicos, tan contemporáneos.
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