A María Teresa Bueno
Los
libros dicen mucho de su dueño —gustos y centros de interés, carácter, viajes—,
y más si este deja de alguna manera huella material de su paso por ellos.
Entre las páginas del Diccionario manual ilustrado de la lengua
española que me acompaña desde 1980, voy acumulando papeles de todo tipo
que por diversas razones quiero conservar —la fotografía en blanco y negro para
el carnet de familia numerosa, el resguardo de una quiniela de fútbol, recortes
de periódicos, postales y tarjetas que anuncian una exposición o la presentación
de un libro, papelitos verde fluorescente con haikus trazados con pluma
estilográfica, dos billetes (ida y vuelta) del vapor de El Puerto a Cádiz, la
prueba de imprenta de la portada de uno de mis libros, un fragmento
mecanoscrito de «El cantar de mía Capra», parodia de una compañera de clase
(verano del 74), tarjetas de visita, el envoltorio de una chocolatina—, y que
al cabo de unos años debo sacar y guardar en una carpeta aparte para evitar que
el libro acabe deformado con el doble de su grosor.
En
otros libros también voy dejando pecios (unos pétalos de rosa, un billete de
metro, la cuenta de la librería donde lo compré, el envoltorio de un azucarillo
de Les Deux Magots, un marcapáginas,
un calendario del 92, la entrada a un concierto de Bob Dylan), breves
anotaciones y pequeñas marcas a lápiz (un asterisco, un punto, una equis, unas
líneas subrayadas), cuya intencionalidad, a veces, se ha olvidado. Salvo en los
libros de estudio, no es uno partidario de emborronar y afear los blancos de
las páginas con subrayados y observaciones personales, aunque de cuando en
cuando persiste en el desliz.
El
caso es que en ese aspecto soy un lector fisgón y me gusta encontrar esos
tesorillos en libros ajenos, comprados en librerías de viejo y ferias de
ocasión, que me han regalado, o que he rescatado de desvanes y estantes
polvorientos. Lo primero que hago cuando me llega uno de esos libros es
hojearlo con detenimiento para ver si figura el nombre de su propietario, fecha
y lugar, una firma, un exlibris, una
nota manuscrita, alguna referencia histórica, un subrayado, que me acerque a
quien ha tenido entre sus manos ese mismo libro antes que yo. Evitaré al lector
el pormenor y nulo resultado de la investigación que llevé a cabo buscando las
trazas de una Christine W. de Montrémy, cuyo nombre figura en la primera página
del ejemplar de Bouvard et Pécuchet que
compré el verano pasado a un buquinista.
Es uno amante, no de los libros
antiguos, sino de los libros viejos —de 80, 90, 100 años—, que a veces semejan veteranos
guerreros con luengas barbas, llamativas heridas y dolorosas mutilaciones, como
la Antología poética de Unamuno que
leo estos días, que ha llegado hasta mí sin portada, con las dos primeras hojas
seriamente dañadas, que he protegido con papel de seda blanco y un forro de
plástico. El libro, publicado por Editorial Escorial en 1942, lleva un prólogo
de Luis Felipe Vivanco, y es valioso precisamente por eso: vinculada a la
Delegación Nacional de Prensa y Propaganda, Escorial era la editora de la
revista del mismo nombre, donde escribía lo más granado del falangismo de la
época, que se presentaba como única salvación política y cultural del país;
Luis Felipe Vivanco fue uno de aquellos arraigados poetas propagandistas del
régimen, luego llamados garcilasistas; en 1942, a seis años tan solo de la
muerte de Unamuno, el falangismo ha olvidado la actitud rebelde del rector
salmantino tras el famoso y silenciado enfrentamiento verbal con Millán Astray
en el paraninfo de la Universidad, y en el prólogo se destaca la faceta
religiosa, cristiana, del escritor bilbaíno, fagocitado así por el régimen, que busca su anclaje
intelectual en la Generación del 98. Pero el libro es sobre todo valioso por lo
puramente literario, pues en sus más de 400 páginas encontramos sobrada muestra
del quehacer lírico de Unamuno, un enorme poeta de ideas y de profundas emociones,
ensombrecido por el nivolista y por
el polémico hombre público que fue.
Con
76 años a sus espaldas, aun mutilado por el paso del tiempo, perdida la
lozanía, la flexibilidad y la blancura del papel, el libro resiste y resistirá
otros tantos si se lo trata con delicadeza, y entonces otro lector fisgón,
además de los puntos trazados a lápiz por mí junto a unos pocos versos,
encontrará la misma hoja suelta que yo encontré de un calendario americano
correspondiente a un sábado 24 de febrero en la página 129, donde aparece el
soneto titulado «La vida de la muerte», que reproduzco a continuación:
Oír llover
no más, sentirme vivo;
el universo convertido en bruma
y encima mi conciencia como espuma
en que el pausado gotear recibo.
Muerto en
mí todo lo que sea activo,
mientras toda visión la lluvia esfuma,
y allá abajo la sima en que se suma
de la clepsidra el agua; y el archivo
de mi
memoria, de recuerdo mudo;
el ánimo saciado en puro inerte;
sin lanza, y por lo tanto sin escudo,
a merced de
los vientos de la suerte;
este vivir, que es el vivir desnudo,
¿no es acaso la vida de la muerte?
¿Fruto
del azar que esa hoja suelta cayera entre esas páginas? ¿O marca intencionada?
¿Quién la dejó ahí? ¿En qué lugar vivía esa persona, a qué hora del día y con
qué disposición de ánimo leyó el soneto de Unamuno? ¿Joven? ¿Mayor? ¿En qué
año?
Plantearme esas preguntas, leer
varias veces el poema, es una forma de que el libro vuelva sentirse vivo, a
renacer del olvido en que estaba hasta que una amiga me lo regaló. Hacía tiempo
que no leía la poesía de Unamuno, no recordaba sus juegos de palabras, los
endecasílabos blancos de El Cristo de
Velázquez, el itinerario biográfico trazado en De Fuerteventura a París, los versos dedicados al paisaje
salmantino, a su primer nieto, a su perro, o la romántica, desdichada, historia
de amor narrada en Teresa.
Leo y releo el libro de Unamuno en
estas tardes otoñales de lluvias y neblinas, y siento que entre mis manos
vuelve a aletear el alma del poeta, como dice en estos versos escritos en marzo
de 1929:
Aquí os dejo mi
alma-libro,
hombre-mundo
verdadero.
Cuando vibres
todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.
Intuyo
también las manos y los ojos jóvenes, atentos, emocionados, de quien leyó estos
mismos versos en este mismo libro en que yo lo he hecho. De quien dejó —¿por
azar?— ese hoja de calendario en la página 129. Intuyo también esa melancolía
del lector cuando lee el último poema, cierra el libro y se asoma pensativo a
la ventana con la imagen del poeta bilbaíno rebullendo en su interior.
Salud,
María Teresa, nos vemos en los libros.
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