Las lenguas naturales no nacen con
un diccionario bajo el brazo. Necesitan siglos para
disponer de un corpus léxico reconocible y estable: el idioma español no nació
en 1611 con el Tesoro de la lengua
castellana, o española, de Sebastián de Covarrubias, ni siquiera en el
siglo XI, con las glosas silenses y emilianenses, aquellas chuletas en que
unos estudiantes de clerecía apuntaron la correspondencia de algunas palabras y
expresiones latinas en su lengua materna oral —“una prosa en román paladino /
en el qual suele el pueblo fablar a su veçino”, como aclara Gonzalo de Berceo
en su Vida de Santo Domingo—, que
venía de siglos atrás y que no era ya latín ni castellano aún.
Las palabras, como las personas, tienen
biografía. Más larga o más corta, más discreta o más pública, más humilde o más
ostentosa.
Las palabras, como las personas,
nacen, viven y desaparecen. Se crean cuando son necesarias, cuando el arte, la
historia, la ciencia, la ley, la filosofía o la vida cotidiana han de nombrar
algo nuevo —una técnica, una ideología, un hecho, una conducta, una idea, una
herramienta—, y dejan de usarse cuando no lo son.
Igual que nos ocurre con las
personas, mientras vivimos vamos viendo nacer y morir palabras. En la lengua también
existe esa ley de vida.
Por
nuestra finitud, no vemos grandes cambios en el sistema, como el reajuste
consonántico, por ejemplo, que comenzó en el siglo XIV con seis sonidos
sibilantes y culminó en el XVII con la reducción a tres, pero sí asistimos a la
creación e incorporación de nuevas palabras (neologismos) al diccionario —escanear, sororidad, emoticón, postureo,
buenismo…— y al desuso progresivo y olvido generalizado de otras, convertidas
en arcaísmos: ¿a quién le oímos hoy la palabra fetén, que yo usé a diario durante años, cada vez que mi padre me
mandaba al quiosco o al estanco a por un paquete de tabaco?, ¿qué niño o niña dice
que su madre o su padre le ha comprado un niqui
o le ha hecho un saquito?, ¿a cuántas
mujeres vemos hoy en nuestro país con un cántaro en la cabeza y un rodete?, ¿guardamos el pan en la talega?, ¿siguen las casas teniendo una alacena?, ¿un aljibe?, ¿seguimos usando un cobertor?,
¿el quinqué, o acaso el carburo? Todas estas palabras usuales en
mi infancia son hoy arcaísmos. Cumplieron su función durante un tiempo y luego
pasaron a mejor vida, o fueron sustituidas por otras que a la mayoría de hablantes
parecieron más modernas, o más adecuadas, o más prestigiadas: genial —con qué vacua liberalidad se
emplea hoy este término— jersey, que le
ganó al pull over, depósito, edredón. Ley de vida.
Hace más de veinte años, un
conocido de mi cuñado M., me hizo llegar la reproducción a escala de un carro,
y un papel donde figuraban las partes del mismo y sus funciones. Con el tiempo
y las mudanzas, el carro acabó desestructurándose y perdiéndose el papel, y la
verdad es que no entoné un treno: ni la reproducción era una obra de arte, ni
me pareció que debiera conservar aquel papel donde figuraban palabras que no
iba a volver a oír en mi vida. Ya se encargarían los diccionarios y las
enciclopedias de conservarlas, definirlas e ilustrarlas. Ocupar la memoria con
palabras como pértigo, varal, tentemozo, pina, masa o bocín me parecía esfuerzo innecesario,
pues estaba convencido de que nunca las iba a necesitar. Y si alguna vez ocurriera, siempre podría acudir a obras de arqueología lingüística. A pesar
de lo que cantaba Manolo Escobar, no sentí la pérdida de mi carro ni la del
papel adjunto.
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