Los sansones son las chapas, esos tapones metálicos con los bordes corrugados, de las botellas de refrescos y las cervezas.
Jugar a los sansones es apostar con ellos, usándolos como moneda, en un juego que consiste en sacar de un círculo delimitado en la tierra el mayor número de ellos, colocados unos encima de otros sobre una piedra base o un cilindro de madera, formando una columna de mayor o menor altura, según el número de jugadores y el número de chapas apostado por cada jugador, y desplazados por el impacto de una tanga lanzada desde una distancia establecida por una línea marcada en el suelo.
El momento de la competición es el último paso de un proceso largo y laborioso que pasa, en primer lugar, por la búsqueda de lo que llamaremos materia prima, es decir, sansones o chapas, elementos no tan abundantes, ni tan a la mano de un niño de seis o siete años, a principios de los sesenta, en una aldea con solo tres tabernas -la de Carrillo, la del teléfono público y la del estanco-, por lo que es necesario actuar con decisión, romper el mandamiento paterno -los niños no entran solos en los bares-, colarse en el establecimiento y pedirle al hombre sansones, que te deja buscar en el cajón donde echa las granzas del café y los envoltorios ilustrados de los azucarillos, aunque mejor alternativa es aprovechar la ocasión de una boda, verbena, bautizo o comunión, para regresar a casa con los bolsillos como saco de buhonero, con la accesoria, eso sí, de las puntas de los bordes traspasando la tela del forro del bolsillo, arañando, irritando y enrojeciendo esa parte interior tan sensible de los muslos, por encima de las ingles.
La segunda etapa del proceso lúdico es la manipulación del material para transformarlo en moneda aceptada de uso y cambio, lo cual implica, uno, que cada jugador dispone de su propia ceca para emitir cuanta moneda le parezca conveniente -el concepto de riqueza es meramente acumulativo, prima la cantidad, no cualidades como la rareza o el estado de conservación, criterios que sí intervienen en otros juegos como el de los cromos-, dos, que para entrar en el juego el propio jugador ha de ser artífice de cada una de sus monedas, lo que exige, además de entusiasmo, paciencia, habilidad y fina motricidad, pues se trata, antes que nada, de despegar el corcho adherido a la cara cóncava de la chapa, aplicando con seguridad la punta de una navajilla, haciendo girar al mismo tiempo la chapa con los dedos pulgar e índice y, una vez desprendida la capa de corcho, percutir a modo el sansón hasta lograr un disco metálico liso, tarea susceptible de realizarse con una piedra -cosa no recomendable por el doble peligro de golpeo involuntario en los dedos que sujetan la pieza, y de imperfecciones o dobleces en el disco resultante-, aunque mejor el golpeteo, por la vistosidad y perfección del resultado final, con un martillo de carpintero requisado de la caja paterna de herramientas, lo que no evita el posible machaqueo de dedos por distracción, cansancio o simple torpeza.
Hecho el conveniente acopio de sansones aplastados, el objetivo siguiente es hacerse con una buena tanga o tejo, una piedra lisa, ligera, aerodinámica -resultan muy adecuadas, ya que no se parten ni se cuartean, por ser de goma, las tapas del tacón de un zapato o de una bota, pero son difíciles de encontrar, porque no están los tiempos para tirar unos zapatos con las tapas en uso-, capaz de volar certera al centro del círculo para impactar en la codiciada columna de sansones y dispersarlos fuera del límite circular, es entonces cuando llega el momento de buscar compañeros de juego y empezar la competición, no sin antes asignar el orden de tirada, que lo establece la mayor cercanía a la raya de salida de la tanga, lanzada desde el círculo de los sansones, proceso que a veces se alarga por el buen tino de los jugadores.
La partida acaba de empezar. Eres el tercero. Todavía quedan chapas por derribar y sacar del círculo. Te preparas. Las dos piernas en leve flexión, más adelantada tu derecha, la punta del pie sin tocar la raya, algo inclinado también el tronco hacia adelante, balanceas lentamente el brazo lanzador, una vez, dos veces, concentrado, calculando la distancia, la energía y el efecto que has de conferir a la tanga, la parábola que ésta ha de trazar desde tu mano hasta el punto de impacto, pero justo antes de hacer tu lanzamiento la voz de tu madre llamándote a comer. Con el sobresalto y la irritación infantil por la interrupción del juego, ¡mierda!, la tanga se ha quedado a un metro del círculo.
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