A las ocho de la mañana la luna llena luce hermosa en el cielo azulón del amanecer: un luciente disco amarillo, aunque no calienta ni crea sombras en la dehesa.
Al otro lado del mundo, con delicados lilas y naranjas, se anuncia el sol naciente: poco a poco va fraguando el oro en la copa de las encinas; su cálido beso baja tibiamente por el tronco y le saca los colores a la tierra, adormecidos bajo el manto de la helada: el ocre del camino, el verde del musgo, el gris manchado de las piedras, el verde de juncos y retamas, del hinojo, de los olivos y acacias en las huertas. En la lejanía se recortan las sierras.
Mientras sube el sol en un azul ya terso y profundo hasta la infinitud, Selene, cada instante más pálida, va disolviéndose, esfumándose, cayendo tras el horizonte en su carro de plata.
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