miércoles, 18 de octubre de 2023

Sobre la redondez y la generalidad de los conocimientos

 


Días atrás, con la compra de nuevas estanterías para nuestra biblioteca doméstica, hube de mover y reubicar libros. En el trasiego aparecieron los volúmenes de la enciclopedia Espasa abreviada, que desde los primeros setenta se alineaban en el mueble bar del salón de la casa de mis padres. Desde que me los traje de Córdoba, han estado en el rincón más alto e inaccesible de los estantes, de manera que solo podía alcanzarlos con una escalera. Les quitaba el polvo de vez en cuando y abría un volumen al azar, como acostumbrábamos mi hermana y yo desde que mi padre se presentó un día con ellos: americanismos (sanaco), traducción de palabras a otras lenguas (guérir, sanare, To heal, Heilen), sintéticas biografías de jurisconsultos, ingenieros, escritores y polígrafos, mapas, ilustraciones de plantas (tamarindo), batallas famosas, navegantes y fundadores, fotografías de lugares remotos (valle de Uspallata), retratos de reyes, compositores, sabios, economistas, botánicos, pintores y arquitectos, generales, santos, pedagogos, toreros, cardenales y matemáticos, artículos y mapas de Venezuela, Suecia o Turquía. En fin, un saber general, universal, sobre las más diversas materias y ámbitos de la realidad: náutica, lingüística, gramática latina, antropología, pesos y medidas, química, minería, deportes, sociología, retórica, prehistoria, silvicultura… El saber reunido, ordenado, al alcance de cualquiera que supiera leer, mujer, hombre, adolescente o senescente.

El enciclopedismo, es decir, el hecho de ordenar y limpiar los saberes desde una perspectiva racional, expurgada de teologías, supercherías y falsas premisas supuso la democratización del saber, el acceso universal al conocimiento objetivo, científico, de la realidad. Además de en la escuela pública, yo me eduqué en la asiduidad de las enciclopedias. A las dos debo buena parte de lo que sé, de lo que soy. De lo que aspiro a ser.

Por eso, desde hace unas semanas, cada vez que entro o salgo de mi estudio y veo los volúmenes alineados de la Espasa, tres de ellos con el lomo rígido y separado de la cubierta, me pregunto qué voy a hacer con ellos. ¿Llevarlos al contenedor de papel y que después de que el molino los haga pulpa acaben convertidos en un paquete de folios, en un cuaderno, en una resma dispuesta para la imprenta? No estaría mal esta reencarnación papelera, esta especie de metempsícosis o transmigración literaria, pero como no puede uno controlar el proceso de reciclaje, bien podrá ser que la Espasa acabe de forma menos gloriosa, transformada en una caja de cartón, en bolsas para el pan, en cartulina para manualidades o en prácticos pañuelos de papel…

Mientras escribía estas líneas llamó por teléfono un amigo que levanta casa y se traslada a Asturias, para preguntarme qué podía hacer con una porción de sus libros ‒novelas y estudios históricos‒ que no llevará al norte. [La biblioteca municipal sólo acepta donaciones de dos libros por persona: las estanterías de la sala de lectura apenas pueden acoger más ejemplares, igual que un almacén que se habilitó hace cuatro años como depósito de enciclopedias, manuales de informática, colecciones de historia y publicaciones antiguas que nadie ha consultado nunca.] Dije a mi amigo que yo mismo tenía ese problema. Le di tres alternativas: el contenedor; venderlos al peso, práctica imposible en el pueblo por falta de compradores de libros, como los de Madrid, que luego los llevan al Rastro; dejarlos expuestos en un lugar público para que la gente interesada se lleve a casa los que quiera. Sí, en algunas casas, en algunos casos, los libros se convierten en un problema por la falta de espacio.

A ello se une el asunto afectivo, sentimental, la relación que uno ha tenido con esos libros, las muchas veces que ha abierto esos volúmenes por puro gusto, o para preparar trabajos escolares, con ese compacto, ciclópeo muro azul, negro y dorado que conformaban los volúmenes en el estante del mueble bar, un muro tras el que nos aguardaba el conocimiento de la realidad en su maravillosa y sorprendente diversidad, un muro de papel y palabras con el que aprender y soñar mientras observábamos el mapa de China, la reproducción de un cuadro de Zuloaga, la estructura de una dinamo, el busto de Nefertiti o una preciosa colección de mariposas. Un muro tan fácil de superar como alargar la mano, abrir un volumen y comenzar a leer, a mirar, a conocer.

Cuatro semanas lleva la Espasa sobre la cómoda esperando sentencia cuando he caído en la cuenta de la relación familiar entre tres palabras aparecidas en estas líneas: ciclópeo, reciclaje, enciclopedia. La etimología nos depara con frecuencia interesantes descubrimientos de consanguinidad léxica, sorprendentes nexos biológicos entre palabras que nunca se nos ha ocurrido emparentar. La raíz de ‘ciclópeo’ es la palabra ‘cíclope’, ese ser gigantesco de la mitología griega, que “de un solo ojo ilustra el orbe de su frente”, como gongorizó don Luis, siendo, a su vez, raíz de ‘cíclope’ el sustantivo kúklos, que en griego designaba una rueda, un círculo, por lo que ‘cíclope’ vendría a significar ‘con un ojo circular’. El de la Espasa, aun siendo la versión abreviada ‒la no abreviada constaba de 70 volúmenes más los apéndices‒, era un conocimiento gigantesco, por lo inaprensible que resultaba para una persona todo el saber contenido en la enciclopedia, aportaba una vastísima información, y por ahí viene el sentido metafórico de ciclópeo: gigantesco, excesivo o muy sobresaliente.

El concepto circulatorio, de proceso que vuelve sobre sí mismo, como pescadilla que se muerde la cola o uróboros, es el que aparece en el concepto, y en la palabra ‘reciclaje’: lo usado, después de un proceso, vuelve a usarse; el ciclo del agua. La noción de redondez, de circularidad, se sigue manteniendo, los ojos redondos de los cíclopes están presentes en todos los procesos de reciclaje. Y vayamos finalmente a nuestra tercera palabra, ‘enciclopedia’, cuyo elemento central ‒ciclo‒, apunta a lo redondo, a lo cíclico, es decir, a lo que se repite cada cierto tiempo; junto a la preposición en- y el sustantivo paideía (educación de los niños), se refería primero a la colección de libros necesarios para la educación general ‒redonda, colectiva, para todos ellos‒ de los niños y ya modernamente a la “obra en que se recogen informaciones correspondientes a muy diversos campos del saber y de las actividades humanas”.

Enciclopedia, cíclope, reciclaje, trinidad léxica referida a un proceso, a un ser fantástico y a un tipo de libros, con el hilo común de la circularidad, y que en el caso de la enciclopedia se enriquece emocionalmente, pues trae consigo memoria de mi adolescencia, de mis padres todavía jóvenes, de mí y de mis hermanas en el salón de casa, hojeando cualquier volumen de la enciclopedia mientras en el pick up sonaban canciones de Adamo o de Los Bravos. No creo que el recuerdo de aquellas escenas desaparezca o pierda nitidez si no tengo a la vista la enciclopedia, pero uno es un sentimental y, después de diez años con ella en casa, siente cierta pesadumbre al imaginar la escena: con nocturnidad y alevosía llegará al contenedor azul, y uno a uno arrojará al interior los volúmenes, invocando a los dioses que la pulpa de la Espasa abreviada alcance un destino digno en su próxima vida reciclada.

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