viernes, 29 de marzo de 2024

Gatti e uccelli

A Paqui y Juanito

Todo el mundo habla, y vosotros mismos los habréis observado, de los gatos romanos, de esos enormes gatos orondos y grandes de cabeza, tranquilos, que dormitan entre las ruinas de mármoles imperiales y muros de ladrillo. Gatos del Tíber, que merodean, lentos como nubes, las orillas en busca de gorriones y palomas jóvenes. Gatos que se adentran por las cloacas en los huertos del Vaticano y se aparean al pie de un viejo olivo en noches de luna nueva. Gatos de solideo y capelo cardenalicio, maestros de siete vidas, listos como el hambre. Viejos gatos de catacumbas y callejones sin farolas, que saben latín, lunfardo y arameo. Gatos ladinos de lúbricas madrugadas, que en las noches más cerradas del invierno procesionan por el laberinto de los museos vaticanos hasta llegar a la cámara de Bastet, la benevolente diosa gata, a quien rinden culto desde tiempos inmemoriales. Los gatos son Roma, y Roma son los gatos.

Pero yo os hablaré hoy de pájaros, de algunos que acabo de conocer en Roma: los mirlos de amplio silbo, melodioso y cristalino, que cantaban mientras rodeábamos andando el monte Testaccio en una mañana de lluvia y viento. Y en esa misma mañana, sobreponiéndose a la lluvia y al ruido del tráfico, la colonia de cotorras en los pinos que rodean el templete de Hércules Victorioso a la entrada del puente Palatino. El canario enjaulado que lanzaba su vibrante sonata desde el balcón de un bloque de pisos en la avenida del Trastévere, y el gorrión que insistía con su romanza desde la valla metálica que protege el jardín inglés de una casa particular. La corneja aquella que picoteaba una paloma muerta sobre los adoquines brillantes de una calleja a la salida de la plaza de San Pedro. Las gaviotas allá arriba, en el capitel de una columna que se yergue solitaria entre las ruinas de los foros, lanzándose luego en vuelo sobre las cabezas de los turistas. La pareja de herrerillos que cuchicheaban chismes y amoríos en la rama de un ciruelo en flor, cerca del circo Máximo. El ruiseñor oculto que la otra tarde hacía oír su delicada canción en la pequeña terraza de la casa donde murió el poeta inglés John Keats.

Escribo ahora en Torrecampo, y persiste la lluvia, pero no oigo la música. 


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