sábado, 18 de enero de 2025

De la aceptación, o no, de los discursos

 En El maestro rural (algunas ediciones lo titulan El topo gigante), cuenta Kafka la historia de la aparición de un topo gigante en un pequeño pueblo, y de cómo se encarga al viejo maestro del lugar, hombre de reconocidos méritos en su profesión, la redacción de un informe documentado y razonado que difunda y dé notoriedad al descubrimiento. Tras exhaustiva investigación, se imprime un breve folleto que se vende a los visitantes curiosos, algunos de ellos extranjeros. Como culmen de su ímprobo esfuerzo, el maestro visita a un erudito de renombre con la intención de que reconozca la importancia científica que supone la aparición del topo, pero el erudito, movido por un prejuicio insuperable, se muestra frustrantemente indiferente y considera normal la aparición de un topo gigante, sembrando de esa manera la semilla del fracaso en el viejo maestro.

Después de un tiempo, el asunto del topo se olvida, hasta que un comerciante vuelve a tomar cartas y decide elaborar su propio informe, reivindicando no tanto el aspecto científico del asunto como la honradez personal del maestro, pero con una metodología no lee el informe del maestro para no contaminarse; considera que éste no es el verdadero descubridor del topo gigante; siembra dudas sobre la desinteresada probidad del mismo, al insinuar el móvil económico del maestro, que tiene muchas bocas que alimentar—, que acaba estableciendo discrepancias notables y creando desavenencias.

Ni el maestro de pueblo, ni el comerciante, logran su objetivo. Hasta ahí la certeza, si es que en las historias de Kafka se pueden tener certezas. Podría incluirse esta narración entre lo que llamaré «relatos de la negación», de la imposibilidad, es decir, de la exclusión. Ninguno de los dos protagonistas de esta narración pertenece a la comunidad científica, a ese círculo del saber socialmente establecido y aceptado como poder, como autoridad emanante de verdades y juicios científicos. El lenguaje científico no deja de ser un código inaccesible al vulgo, una estructura de poder a la que no puede acceder cualquier diletante.

Quizá vaya por ahí el simbolismo kafkiano. Quizá, si forzamos, podamos ver esta historia como una parábola de su propia condición de escritor. Kafka nunca vivió como él deseaba, pues no logró vivir de la literatura, ni dedicarse exclusivamente a ella. Tenía una relación muy problemática con su trabajo como abogado en el Instituto de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, que le consumía las fuerzas, el tiempo, el sueño, que necesitaba para su escritura. Es posible que se viera a sí mismo excluido del oficio de escribir. Y que ahí estuviera la razón última de su querer que desaparecieran sus escritos no publicados, especialmente las tres novelas —América, El proceso, El castillo— que la maldita enfermedad le impidió rematar.

Tampoco podemos olvidarnos del humor, de la parodia de los discursos académicos y de la metodología positivista, presentes en el cuento. Ni de los ambiguos motivos del éxito o del fracaso.


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