miércoles, 14 de mayo de 2025

Relecturas


Los lectores tenemos a veces el capricho, la manía, o la necesidad, de releer un libro en la misma edición en que lo leímos por primera vez. En mi caso, fue así, por ejemplo, con un ensayo de Unamuno, lectura obligatoria en la asignatura de Lengua en el COU, una recopilación de artículos periodísticos titulada Contra esto y aquello –el carácter polémico del escritor bilbaíno se refleja hasta en sus títulos–, que había aparecido en la serie verde de la Colección Austral, de Espasa-Calpe. Hace unos años conseguí un ejemplar de la misma quinta edición que yo debí de leer durante aquel curso preuniversitario en la Córdoba de 1972. Ese mismo capricho –manía o necesidad– me llevó a buscar las obras de Bécquer y de Góngora en Aguilar, o la edición del Epistolario español de Rilke que se me había desestructurado y descuajaringado del mucho uso.


Hace unos días, para descansar de un tocho de setecientas páginas sobre la historia del IRA en los años 70, busqué en mi biblioteca algo de menos páginas y de autor español. No recuerdo el cómo ni el porqué me encontré ante la letra ele en las estanterías y busqué Laforet, la autora de Nada. Pero nada, Nada no aparecía por ninguna parte y hube de desistir. La historia de Andrea en la Barcelona de la inmediata posguerra había desaparecido. Las mudanzas. Un préstamo a un amigo. Una ausencia inexplicable. Una amiga me prestó un ejemplar, pero no podía leer en él: ni me gustaba el tamaño, ni el peso, ni el papel, así que dejé la lectura en las primeras páginas, le devolví gentilmente el libro y esperé a que me llegara el ejemplar de la edición que recordaba haber leído, en la Colección Áncora y Delfín, de la editorial Destino.

La querencia por recuperar la misma edición de un libro perdido de nuestra biblioteca no equivale exactamente a la relectura de un libro que lleva con nosotros mucho tiempo. En el primer caso, el libro en cuestión o se ha perdido o lo tenemos en una edición que incluso puede ser mejor en lo material o en el contenido, una edición crítica, por ejemplo, pero que no tiene para nosotros el enganche sentimental, íntimo, que supone recordar cuándo o en qué circunstancias de nuestra vida lo leímos, dónde lo compramos o quién nos lo regaló, eso que no tiene valor económico pero que para nosotros tiene un precio incalculable.

El segundo caso, volver a un libro que nos acompaña desde años ha, nos proporciona también la experiencia de reencontrarnos con un fantasma del pasado, con un yo con el que nos seguimos identificando o con un yo que no reconocemos ahora, que nos sonroja por su atrevimiento juvenil, porque hemos cambiado de ideas o porque el autor ha acabado por aburrirnos y desinteresarnos, sólo que ha estado ahí siempre, como un amigo de la infancia al que nunca renunciamos.

Con Nada estamos ante el libro que se vuelve a comprar en el mismo formato, en idéntica edición a la que teníamos. Es un rescate por el que incluso se pagan unos euros más. No se recupera nuestro original, pero al menos se restituye una copia fiel a los estantes y ya procurará uno que no se repita la desaparición.

Supongo que leí por primera vez la novela de Carmen Laforet en los últimos años de facultad o en los primeros de vida profesional y preparación de oposiciones. El otro día, cuando buscaba el libro en las estanterías, no recordaba con precisión la trama pero sí el estado emocional que dejaba la novela: aquel verano barcelonés, aquel piso de la calle Aribau poco a poco desmantelado para procurarse el sustento escaso de unas sopas de verduras, aquella familia de vencidos por la guerra civil, aquel clima opresivo, aquel niño de incierto futuro, aquel mundo aparte donde imperaban la violencia, el odio, los gritos, el maltrato y la resignación.

Tremendista en ciertos pasajes la novela, lírica y existencial, Carmen Laforet acertó a retratarnos la Barcelona partida aún por la reciente guerra, la Barcelona del hambre, la Barcelona de los derrotados, de los moralmente hundidos, de los silenciados y olvidados, y la Barcelona de los amigos de la protagonista, estudiantes universitarios, de la burguesía que apenas sintió el desastre y pronto se recuperó. Quien dice Barcelona, dice España, porque Nada es un retrato del país.

Una vez leída la novela, es difícil olvidar la sordidez en que se desenvuelve la familia de la protagonista, la frustración, el dolor, la desnudez material y afectiva que gobierna sus vidas, o ese acierto de la autora para identificar las descripciones de la ciudad y de la meteorología urbana con los estados de ánimo de la protagonista: Andrea, no deja de ser una víctima en aquella casa desangelada de la calle Aribau, donde la única escapatoria es la buhardilla en que se refugia el desgraciado tío Román.

A pesar del existencialismo de la novela, de la truculencia de algunas escenas, del engarce artificioso de alguna historia, Nada retrata con fidelidad un periodo terrible de nuestro pasado y es un ejemplo de cómo la literatura es capaz de mostrar a lo vivo la realidad, de cómo en la buena literatura, verdad y ficción no están reñidas. Pero la novelista va más allá del retrato, propone también, o así me lo parece, una nueva ética, individual y colectiva, una nueva manera de relacionarse que no conduzca al extremismo y la polarización, al odio ni a la barbarie de una guerra: «Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas. Y en estos casos en que quieren hacernos ver con sus ojos, para que resulte medianamente bien el experimento se necesita gran tacto y sensibilidad en los mayores y admiración en los jóvenes».

Gratificante relectura de Nada.

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