Cuando Agamenón, uno de los protagonistas de La Ilíada, regresa a Micenas tras la toma y destrucción de Troya, no podía imaginar el destino que los dioses le habían trazado. Su esposa, Clitemnestra, se la tenía jurada ya de antiguo, desde que éste ofreciera en sacrificio a Ifigenia, para que le llegaran vientos favorables que lo llevaran pronto a Troya. Mientras él permanece diez años en el cerco de Troya, ella se abarragana con Egisto, un rufián hijo del incesto y un aprovechado proclive a la melancolía. Cuando los dos amantes supieron del regreso del héroe, prepararon un gran banquete en el transcurso del cual Agamenón fue asesinado. Unos dicen que a manos de ella, otros que de ambos; aquellos afirman que sola Clitemnestra fue la asesina y que tendió una red sobre su marido para que éste no pudiera defenderse; estos que no fue una red la que inutilizó al atrida sino unas ropas con las mangas cosidas. Fuere como fuere, Agamenón, rey de reyes, comandante en jefe de las fuerzas griegas contra Troya, murió de mala muerte.
Quedaban dos hijos del matrimonio, Electra, muchacha ya, y Orestes, un niño de apenas dos años, que corrieron distinta suerte. A Electra la convirtieron en esclava lavandera de la casa real, y al niño lo pusieron a buen recaudo; en unos libros leemos que con ayuda de su hermana lo trasladaron a casa de un conocido de confianza que lo crió y educó junto a su hijo; en otros que lo entregaron a unos guardias para que lo mataran, pero que los guardas se apiadaron de la criatura... Los hermanos no se verían en quince años. Alcanzada la edad viril, Orestes vuelve a Micenas y se da a conocer a Electra, que le calienta la sangre hasta que el joven acaba matando a Egisto y luego a Clitemnestra, su madre.
En apretada síntesis, ése es el mito, que ponía en juego el tema del adulterio, la muerte ridícula, antiheroica, del héroe, el derecho a la justa venganza, o la tortura que roe la conciencia del homicida a través de las temibles Erinias, capaces de llevar a un hombre a la locura. Con diferentes matices y variantes no esenciales trataron el mito los tres grandes dramaturgos de la Grecia antigua: Esquilo, Sófocles y Eurípides. Veinticinco siglos después Jean-Paul Sartre volvió sobre el tema con Las moscas, una pieza dramática estrenada en el Théâtre de la Cité de París el 2 de junio de 1943, dirigida por Charles Dullin.
La acción de Las moscas transcurre en Argos, durante la fiesta de los muertos, 15 años después del asesinato de Agamenón a manos de Clitemnestra y Egisto, coronado rey desde entonces. Los hechos son en esencia los que ya conocemos –regreso de Orestes y reconocimiento de los hermanos, muerte de Clitemnestra y Egisto, problemas de conciencia del homicida...–, pero la perspectiva y la interpretación del filósofo existencialista enriquecen notablemente el mito refiriéndolo además al mundo contemporáneo. La acción sucede en un espacio dramático hostil: sol rutilante, calor, aire espeso con miles de gruesas moscas que zumban todo el rato, casas cerradas, calles en silencio. Las moscas simbolizan los remordimientos de los habitantes de la ciudad, el sufrimiento moral por su pasividad ante la muerte de Agamenón, son la pútrida emanación de las conciencias, la prueba de la cobardía y de la aceptación del usurpador por parte de los argivos.
Ese pesar, ese continuo padecimiento del pueblo, que vive infeliz, encerrado en sus casas, que rehúye el contacto con los extranjeros, es consecuencia de la tiranía establecida por el poder político (Egisto, Clitemnestra) y por el poder religioso (Júpiter, el Gran Sacerdote), una tiranía sostenida por el engaño y por el miedo. La religión es una trola, una mentira descarada que se mantiene para que el pueblo no piense en sí mismo ni sea consciente del tinglado: «Hace mil años –confiesa Júpiter, dios de las moscas y de la muerte– que danzo ante los hombres. Una danza lenta y sombría. Es preciso que me miren: mientras tienen los ojos clavados en mí, olvidan mirar en sí mismos. Si yo me olvidara un solo instante, si los dejara apartar la mirada...»
El Gran Sacerdote, en connivencia con el Rey, predica la resignación de los ciudadanos, la aceptación de una culpa, de un pecado original inexistente –la culpabilidad por el silencio ante el asesinato de Agamenón–, que ha convertido sus vidas en un profundo pesar, en un continuo remordimiento que los tiene subyugados, dóciles al rey y al Gran Sacerdote.
La disyuntiva que Orestes plantea a los ciudadanos es seguir viviendo en la culpa y continuar en el redil, es decir, atemorizados, encerrados en sí mismos, como llevan quince años, o actuar, derrocar al tirano, deshacerse del gran sacerdote, liberarse de los remordimientos y emprender una nueva existencia.
Cuando a Orestes le vienen los problemas de conciencia tras la muerte de Egisto y Clitemnestra, es presionado por Júpiter para que vuelva al rebaño. «Vuelve –le insiste el dios–: soy el olvido, el reposo». Pero el joven héroe ha tomado ya su decisión: «no volveré a tu naturaleza; en ella hay mil caminos que conducen a ti, pero sólo puedo seguir mi camino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe inventar su camino. La naturaleza tiene horror al hombre, y tú, soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres».
Estamos en el centro de la filosofía sartriana: el individuo, el ejercicio de la libertad, la construcción de la existencia. El camino emprendido por Orestes puede ser seguido por todos los argivos, como temen Júpiter y Egisto: «Una vez que ha estallado la libertad en el alma de un hombre –afirma Júpiter–, los dioses ya no pueden nada contra ese hombre. Pues es un asunto de hombres, y a los otros hombres –sólo a ellos– les corresponde dejarlo correr o estrangularlo». El ejercicio de esa libertad puede ser contagioso –«Un hombre libre en una ciudad es como una oveja sarnosa en un rebaño. Contaminará todo mi reino y arruinará mi obra. Dios todopoderoso, ¿qué esperas para fulminarlo?», le apura Egisto a Júpiter, sabiendo ambos ya que el héroe ha cortado amarras con dioses y reyes: «¿Qué me importa Júpiter? –se pregunta Orestes. La justicia es un asunto de hombres y no necesito que un dios me la enseñe. Es justo aplastarte, [Egisto], canalla inmundo, y arruinar tu imperio sobre las gentes de Argos; es justo restituirles el sentimiento de su dignidad».
Podríamos profundizar en la veta filosófica de la obra, matizar conceptos –individuo, existencia, libertad, ateísmo, angustia, fenomenología, náusea, ateísmo, responsabilidad, agnosticismo...–, citar autores y obras, argumentar, teorizar e instalarnos en el mundo de las ideas, llegar a la metafísica incluso, o podríamos quedarnos más acá, en este mundo nuestro y tratar de precisar lo que pudo significar en su tiempo la obra de Sartre.
Las moscas se estrenó en plena ocupación nazi de Francia. Para esa fecha, Sartre había vuelto a París después de nueve meses en el Stalag D 12, cercano a la ciudad alemana de Tréveris, no sabemos si fugado o liberado por las autoridades del campo.
Aplicando estas coordenadas históricas, no parece muy descabellado identificar ciertos elementos del mito clásico con las circunstancias reales en que se escribió y representó este drama sartriano. El pueblo argivo, que malvive sumido en la pesadumbre y en la soledad, aterrorizado por los discursos del gran sacerdote y del rey usurpador, con el reconcomio de su pasividad e incapaz de rebelarse, es la Francia ocupada por los nazis y la Francia colaboracionista de Vichy, donde abundan los llamados, precisamente, mouches (moscas), delatores de judíos, izquierdistas y miembros de la Resistencia, y las cartas anónimas de denuncia enviadas por los corbeaux (cuervos) a los despachos de la Gestapo. Una Francia que se sabe culpable de pasividad, de escurrir el bulto de la responsabilidad, de no hacer frente al nazismo ni al vergonzante armisticio de Pétain. No olvidemos, finalmente, la connivencia –su no condenar ni denunciar, su mirar hacia otro lado– de la Iglesia católica con el totalitarismo.
Triple lección la que nos ofrece Sarte en Las moscas. La pervivencia –la pertinencia– de los mitos antiguos, la mostración plástica, dramática, de principios y conceptos claves del existencialismo, y la conversión de un discurso teatral en una forma activa de resistencia, en una crítica a la tiranía y a la inacción de buena parte de la sociedad francesa ante la ocupación nazi.
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