No se preocupen quienes nacieron o viven en Alcaracejos, que no trataré en esta entrada de gentilicios populares; tampoco de ese vistoso pájaro de larga cola celeste que suele volar apandillado, ni siquiera del mulo de negro hocico. Por motivos que más adelante se verán, me interesa ahora la mohinez en cuanto afecto o estado anímico y en tanto manifestación del destino, que en ambos ámbitos se sumerge esta palabra que le tomamos a los árabes hispanos, quienes transformaron el clásico mahīn (vilipendiado, ofendido) en el muhín padre de nuestro mohíno.
Para quienes gusten de las precisiones temporales y espaciales, mi interés por esta palabra sobrevino hace unas horas, poco después de las seis de esta tarde, a la puerta del hotel Las Gaviotas, en Benalmádena. Después de comprobar en varias recepciones que o no disponían de habitación o el precio sobrepasaba nuestro presupuesto seguimos con el coche por la antigua carretera de la costa y maldito el momento en que vi el reclamo de Las Gaviotas, cuya entrada desde la carretera, un desnivel de cuatro metros en apenas cinco de distancia, imponía pavor, pues con el vehículo inclinado más cerca de la vertical que de la horizontal, parecía que iba a ingresar uno en el mundo avernal, y bien podía sustituirse el nombre del hotel por las famosas palabras que Dante vio inscritas a la entrada del infierno: Perded toda esperanza al traspasarme.
Ella me preguntó cómo iba a salir de allí y le dije que no se preocupara. El recepcionista nos dio nones, me puse de nuevo al volante, avancé unos metros y detuve el coche antes de hacer la maniobra: primero debía girar en ángulo recto hacia la izquierda, con cuidado de no rozar los vehículos aparcados enfrente y a la derecha, ni el murete que quedaba a mi mano izquierda; luego, con el coche hacia arriba en un ángulo de 50 º tenía que ascender una infame rampa –trampa- de cinco metros, con precaución de no invadir la inmediata carretera, no nos llevara por delante otro vehículo. Sentí el aviso en el estómago: No lo saco de aquí, le dije a ella. Vamos, me contestó, sabes lo que tienes que hacer.
Primera, soltar embrague, acelerar y frenar justo en la línea, pero nanay: el motor zumbaba acelerado, el coche cayó un tramo hacia abajo y se caló. En el estómago me saltaban ya cien canguros y el corazón latía en ametralladora.
Al segundo intento el desastre dio la cara, el coche volvió a rodar hacia abajo, se oyeron roces de chapa y crujidos y la rueda delantera quedó atrapada con el murete de mi izquierda. Saltaron las alarmas y los aspavientos de ella, que salió del coche, miró los daños y se llevó las manos a la cabeza. Para ese momento, los inútiles acelerones habían llamado la atención de un grupo a nuestras espaldas, que sin duda empezó a cruzar apuestas. Una mujer que pasaba nos dijo que el otro día le ocurrió lo mismo; otro señor, que había esperado atentamente a que yo acabara la maniobra, siguió su camino, no sin antes mover la cabeza de un lado a otro dando a entender el carroceril destrozo. Sin darle más vueltas, bajé del coche, le dije a ella que lo sacara y subí hasta la carretera para avisarle cuándo.
Con pericia, sin dudar, sin que el coche reculara un centímetro, con un acelerón controlado y sostenido, lo sacó del atolladero y lo dejó con suavidad arriba del todo, listo para seguir la marcha. En ese momento, del grupo que tomaba cervezas al lado y contemplaba el incidente salieron unos aplausos fuertes y sinceros y una voz que gritó divertida, quizá porque ganó la apuesta: ¡Ella! ¡Ha tenido que ser ella! ¡Bravo! ¡Bravo!
Cuando cogimos de nuevo la carretera, todavía sonaban los aplausos y los comentarios elogiosos. Yo ya estaba empapado en sudor, me temblaban las manos, no podía articular palabra, sentía mil alacranes en las sienes y los canguros se habían transformado ahora en tropel de elefantes que subían desde el estómago hacia la boca. Un ligero mareo hizo amago, pero encendí un cigarrillo y me sobrepuse.
Al mareo, pero no a la mohinez, que ya se me vino dentro en todo su ser. No sentía humillación por haber sido ella la que resolviera la situación, ni porque hubiera habido espectadores, sino profunda decepción por mi impericia al volante, y preocupación por el daño en el coche.
Un par de kilómetros más adelante, ya conducía ella, nos detuvimos en un último intento de encontrar habitación. El coche apenas tenía nada, un rozón en la aleta delantera y en el tapacubos de la rueda izquierda, una pieza de plástico a la que se le había salido una pestaña, que volví a su sitio sin dificultad, y un pequeño fruncido en la chapa del guardabarros. Casi nada, después del sofocón. Decidimos volver al pueblo.
Hicimos el viaje de vuelta en silencio, desilusionada ella por no haber encontrado habitación, disgustado yo por lo del coche, y triste por la desilusión de ella, rumiando el fracaso de la tarde, viva imagen del volver con el rabo entre las piernas, considerando lo injusto del destino, que, como en el juego de cartas, nos había tomado por mohínos jugando todos los elementos en nuestra contra, cosa que ya debimos de advertir cuando a la salida del barrio donde vive nuestro hijo nos equivocamos dos veces de carretera –no había ninguna señal visible que indicara nuestra dirección- y hubimos de retroceder sobre nuestros pasos cuando no tirar por la trocha antes de aparecer en la famosa Costa del Sol malagueña.
1 comentario:
Ánimo, hay lugares con más oferta hotelera. Seguid intentándolo y llevad siempre la tienda de campaña como último, muy último, recurso. Además,debéis consideraros afortunados: tener un percance con el coche y público entregado, eso no tiene precio. Para otra ocasión deberías cerrar el acto con la lectura de algunos de tus poemas. El fin de semana que viene, a El Cabo de Gata.
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