1 de septiembre: ahora sí que está sola la casa. Se necesitan unos días para acostumbrarse al silencio de las habitaciones. Todo recogido y en orden, la mesa, las estanterías, las camas con el oso de peluche y con el marinerito reclinados en sus almohadas, en ese sueño hipnótico de los muñecos, del que solo despiertan cuando sus dueños vuelven.
Duna, la perra, también nota las ausencias.
En la ciudad de los califas, regular. Primero fuimos a una tienda de segunda mano. Después de mil vueltas en busca de aparcamiento, dos horas de reloj para deshacernos de una máquina de escribir y del ordenador de sobremesa que he usado hasta primeros del verano. El establecimiento funciona como la pescadería o el médico: hay que sacar número ... y esperar. Los empleados dieron diez números en nuestra tanda. Nosotros teníamos el 7.
El sitio es de rastro: regateos, encomios del vendedor, cantidades irrisorias, y en más de una ocasión, vuelta a casa con el aparato rechazado por los compradores, que son ellos. Los clientes somos los que llegamos a vender nuestros usados y pobres enseres.
Número 6:
Los altavoces expandían a toda pastilla sones variados: pasodobles, tangos, éxitos del verano, y del invierno, Yesterday, una ranchera, músicas de películas, y hasta una pieza de rock sinfónico a lo Emerson, Lake and Palmer. Aquello, aunque sobrado de decibelios, sonaba estupendamente, hasta que el comprador le dijo al chaval músico que no le daba más de treinta euros, que le fallaban varios ritmos y la función corbu. Yo también pensé que era una tomadura de pelo y estuve a punto de darle unas palmaditas al muchacho y de rogarle que no malvendiera aquel teclado, que siguiera haciendo música, que la hacía muy bien.
—Qué cabrón el tío —dijo el chaval para que lo oyéramos todos, y salió mohíno con su teclado a cuestas.
Esto es como los trileros, pensé: la tienda tiene contratados a sus ganchos para que quien espera vender a buen precio, tome nota y no se haga ilusiones con los euros que va a sacar de aquí.
Número 5:
—Qué cabrón el tío —dijo el chaval para que lo oyéramos todos, y salió mohíno con su teclado a cuestas.
Esto es como los trileros, pensé: la tienda tiene contratados a sus ganchos para que quien espera vender a buen precio, tome nota y no se haga ilusiones con los euros que va a sacar de aquí.
Número 5:
Una pareja de rumanos astrosos, él con la panza al aire, por debajo de una camiseta azul de tirantes, ella con su faldón oscuro hasta los tobillos y un niño de meses en los brazos. El empleado les echó para atrás sin contemplaciones una pantalla plana de televisión sin el cable y con mil ralladuras en el cristal.
Número 4:
Número 4:
El mismo empleado despachó también sin vacilar a un adolescente con un caset de coche:
—Eso es robado, venga, fuera de aquí.
Número 3:
—Eso es robado, venga, fuera de aquí.
Número 3:
La viuda vendió los tacos de billar de su hombre:
—El pobre ya no los necesita donde está, y a mí me van a dar de comer unos días, que con la pensión me llega para la luz y el agua y poco más —confesó atribulada mientras metía el billete bien doblado en el monedero.
Número 2:
—El pobre ya no los necesita donde está, y a mí me van a dar de comer unos días, que con la pensión me llega para la luz y el agua y poco más —confesó atribulada mientras metía el billete bien doblado en el monedero.
Número 2:
Un señor de unos setenta años, juncal, serio, cristales ahumados, bigotito a lo Clark Gable, guayabera azul claro, pantalones grises, zapatillas marrones de rejilla. Ni dijo una sola palabra ni parecía fijarse en los demás. Miraba al frente, erguido en su dignidad venida a menos. Cuando le llegó el turno, sacó del bolsillo superior de la guayabera un bolígrafo Montblanc, se lo tendió al empleado sin decir palabra y apoyó con suavidad las manos en el borde del mostrador, a la espera, mientras el convertidor desarmaba el bolígrafo con agilidad, comprobaba el mecanismo, las roscas, la carga de tinta y el correr fluido de la bolilla sobre el papel.
Número 1:
Número 1:
Tipo con camisa blanca de tirilla y pantalón negro, mocasines beiges, sombrero de paja con el nombre de un ron en la cinta roja, mochila mugrienta, unas cuantas bolsas de plástico y un olor infame. Desde que había entrado, uno de los empleados rociaba de vez en cuando ambientador delante de un ventilador. El tipo hablaba recio, sin titubeos, como con mucho don de gentes, con labia de sobra, y trató de pegar hebra con cada uno de los que estábamos allí. A mí me pidió un cigarrillo, al que le quitó el filtro con los dientes para ponerle otro de cartón y hacerse la ilusión de que se estaba fumando un porro. De las bolsas de plástico fueron saliendo una sierra de calar del pleistoceno sin la hoja; unos prismáticos tamaño tanque, con las lentes descentradas, una pistola de grapas sin muelle, una estación meteorológica sin pilas y con la pantalla cascada por un golpe, un mando de televisión, un teléfono móvil conectado al silencio y un reproductor de mp3 que se quedaba colgado en la misma nota. Como último gesto, el tipo se quitó el reloj de pulsera y dijo a los presentes que le había costado mil euros, pero que estaba dispuesto a aceptar veinte porque tenía que comer.
Allí quedó el pobre diablo, en su verborrea con dos rumanos de Lucena que estaban apostados en la puerta:
—Diez pavos por el peluco, tío, de precisión. Mira, las trece cincuentaisiete.
Llegado el turno, puse el género en el mostrador: la máquina de escribir, que tuvo solo un año de uso, pues enseguida compré el primer ordenador, tenía una tara absoluta: se le había secado la tinta del carrete: no la aceptaban. Ni siquiera de regalo.
—Échala al primer contenedor, pero que no te vean las intenciones los rumanos, me aconsejó con mirada oblicua el convertidor que nos atendía.
Con el ordenador ha habido trato, pero poco. Le he dicho a P. que se pase la semana que viene a ver por cuánto han multiplicado los 49 euros.
Después de comer en casa de mis padres salí pitando para el pueblo. Pasé por la residencia para avisarle a M. de mi vuelta y dejé la máquina de escribir junto a un contenedor. Me dio una punzadita de pena verla allí abandonada. Seguro que se me quedaron en sus teclas muchas palabras. Pero en esto me reconozco borgiano confeso, y si no llegó la ocasión de soñar los versos o de que me fuese revelado un cuento, pues nada. Ocasión llegará. Y si no llega, pues nada también, eso que se gana el lector.
Allí quedó el pobre diablo, en su verborrea con dos rumanos de Lucena que estaban apostados en la puerta:
—Diez pavos por el peluco, tío, de precisión. Mira, las trece cincuentaisiete.
Llegado el turno, puse el género en el mostrador: la máquina de escribir, que tuvo solo un año de uso, pues enseguida compré el primer ordenador, tenía una tara absoluta: se le había secado la tinta del carrete: no la aceptaban. Ni siquiera de regalo.
—Échala al primer contenedor, pero que no te vean las intenciones los rumanos, me aconsejó con mirada oblicua el convertidor que nos atendía.
Con el ordenador ha habido trato, pero poco. Le he dicho a P. que se pase la semana que viene a ver por cuánto han multiplicado los 49 euros.
Después de comer en casa de mis padres salí pitando para el pueblo. Pasé por la residencia para avisarle a M. de mi vuelta y dejé la máquina de escribir junto a un contenedor. Me dio una punzadita de pena verla allí abandonada. Seguro que se me quedaron en sus teclas muchas palabras. Pero en esto me reconozco borgiano confeso, y si no llegó la ocasión de soñar los versos o de que me fuese revelado un cuento, pues nada. Ocasión llegará. Y si no llega, pues nada también, eso que se gana el lector.
1 comentario:
Tienes una hija que se acuerda ferpectamente de ese día...
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