Nada íbamos a conjeturar, dijimos,
sobre la mano que guardó esta hoja reivindicativa entre las del registro de
socios y cuotas de la Unión Obrera de Torrecampo, pero nada prometimos sobre la
mano que la escribió, así que dediquémosle unos párrafos.
No
deslegitimemos el documento por su ortografía. No es desde luego la de alguien
con estudios y que frecuenta los libros, pero tampoco podemos hablar de una
persona iletrada, analfabeta, pues algo sabe de lectura y de escritura. Ignora las
tildes y los signos de puntuación, la correcta segmentación de la cadena fónica
y la consiguiente delimitación gráfica de las palabras, el uso reglado de la be
y de la uve, de la hache y de la erre, pero las peticiones en sí no ofrecen
dudas. Los defectos de forma no son obstáculo para la correcta interpretación
de los conceptos aludidos. No es el caso de que la ortografía induzca a la
errónea comprensión, como ocurre, por ejemplo, en Lamento la pérdida de su señora frente
a Lamentó la perdida de su señora.
Que en el texto encontremos obejas,
hobejas, rales, rrales, ombre, juelga, olgar, no impide que sepamos a carta
cabal a qué conceptos se refería el anónimo pastor escribiente.
Los
errores ortográficos y la caligrafía nos mueven a pensar en una persona resuelta,
diligente, pero con insuficiente instrucción escolar, bien porque dejara la
escuela en edad temprana (quizá para trabajar como zagalillo a los 10 años,
incluso antes), bien porque se inició tarde en la lecto-escritura (quizá en los
ratos libres, a la escasa luz de la lumbre, de un cabo de vela o de un candil,
tras la jornada de pastoreo).
Fuere
lo que fuere, estamos ante alguien que ha mantenido trato con el lápiz y con la
pluma, que se ha ejercitado largos ratos en la disciplina caligráfica. No
estamos ante la letra temblorosa, insegura, garrapateante, de un primerizo en
el arte de la péñola, sino ante una caligrafía madura y personal, como muestra
la prestancia y galanura de las dos únicas mayúsculas del texto (trazo firme y gallardo
del asta y del anillo ornamentado de las pes), el ligado de unas letras con
otras, la regularidad en el tamaño y en la inclinación, la airosa largueza en
la cruz de las tes.
Podríamos
extendernos en el peritaje caligráfico del documento, y en su análisis
gramatical, textual y pragmático, que nos llevarían, sin duda, a interesantes
conclusiones sobre el carácter y la competencia comunicativa de nuestro
anónimo, pero lo consideramos innecesario en este momento, aunque no nos
resistiremos a unas pertinentes aclaraciones léxicas.
Obsérvese
en primer lugar que en lo concerniente al campo léxico de “pesos y medidas”, se
utilizan vocablos ya en general desuso, como libras y panillas. La voz
libra, que sepamos, solo se oye hoy
en boca de los pastores y los tratantes de nuestra zona, referida al peso de
los corderos o de los lechones, y equivale a 460 gramos, al medio kilo para
redondear. El término panilla, en
cambio, es palabra ya olvidada. La panilla era una medida de capacidad
exclusiva para el aceite, y correspondía a la cuarta parte de una libra, es
decir, y redondeando, a los 12,5 centilitros de nuestros días, o lo que es lo
mismo, y para que el lector se haga una idea, al contenido de poco más medio
botellín de cerveza (20 cl). Eche cuentas el lector, multiplique, y comprobará
la cantidad de aceite que recibían en pago semanal un hombre, un zagal y un
zagalillo.
Otro
término que reclama nuestra atención es “ato”, no la forma del presente de
indicativo de “atar”, sino el sustantivo homónimo, escrito hato, pronunciado con perceptible aspiración de la hache, que
designaba la provisión semanal de víveres que recibía el pastor como pago en
especie. Antiguamente, el hato o hatería también incluía ropa y algunos objetos
de uso personal. O tempora, o mores.
Centremos,
finalmente, nuestra vista en dos palabras de gozosa significación, en esa juelga mensual que se pide para los
hombres y zagales de 15 a 20 años, en ese olgar
a los dos meses un día para los zagalillos. Ambas son voces hermanas,
comparten el mismo étimo, follicare,
una palabra del latín tardío que reclama breve excurso.
Flavio
Vegetio Renato, un naturalista romano del siglo IV, autor de un compendio de
técnica militar y de una digesta sobre las enfermedades de los mulos y caballos,
utilizó el follicare, derivándolo del
follis (fuelle), con el sentido de ‘soplar con sonido
semejante al fuelle, dilatarse como fuelle’. En ese mismo siglo IV, un venerable
padre de la Iglesia, San Jerónimo, utilizó la expresión follicans caliga para referirse a un calzado como fuelle, ancho en
demasía.
Resollando, dilatándose y contrayéndose, transformándose fonéticamente
con el mucho soplar y con el paso de los siglos, el follicare latino dio en el castellano folgar, atestiguado en escritos del año 1140, en los tiempos de
nuestro épico Cantar de mío Çid, con
un nuevo matiz significativo: descansar, estar ocioso. Según explica Joan
Corominas en su Breve diccionario
etimológico de la lengua castellana, “las dos acepciones latinas [sonar
como un fuelle, prenda holgada] coinciden en la primera castellana, por la
imagen del caminante que se detiene para tomar aliento en una cuesta, y por
comparación del ocio con la holgura de las prendas de vestir.”
Pero
hay más. El resoplido, el resuello, la respiración agitada a modo de fuelle, no
solamente se oía en las fraguas, lo hacía también en las alcobas de los señores
y en los jergones de los pastores, en los chozos y en los pajares, sobre la
tierna hierba de primavera, a la sombra de una vieja encina en la dehesa, o
bajo un almez a la orilla del río, en cualquier discreto rincón donde dos
personas se entregaban al gustoso ejercicio del ayuntamiento carnal y los
jadeos del placer.
Grato
el holgar, ya sea para hacer un alto en el camino, para olvidarse unas horas de
la ingrata condena del trabajo, para entregarse a la placentera coyunda del
amor.
El
complaciente holgar es, además, fecundo, y de su mano, de su uso, ven la luz en
nuestra lengua nuevas palabras: la holganza
y el holgazán —una simple metátesis de
la ene acarrea una notable diferencia significativa—, la holgura en el calzado o en las prendas de vestir, el regocijante y
bullicioso holgorio — jolgorio,
en su pronunciación “aflamencada”, según Corominas—, y la bifronte huelga, reivindicativa por un lado, madre
de los comprometidos huelguistas que
se enfrentan a los patronos explotadores, y madre también, en su variante andaluza,
de la festiva y jaranera juerga, y de los juerguistas.
A estas alturas de
nuestro excurso lingüístico, ya no quedan dudas sobre el sentido con que la anónima
mano escribió las palabras juelga y olgar en estas “Peticiones de Pastores”.
El contexto obrero, laboral y reivindicativo, político e ideológico, del
documento es indubitablemente clarificador al respecto.
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