Uno escribe con la esperanza de ser leído. Como el náufrago. Nunca he creído en los escritores onanistas. Es como si un carpintero se afanara en atiborrar su taller de muebles que no quiere que nadie utilice jamás. Diríamos que está loco. Pasado el arrebato de la búsqueda y encuentro de las palabras —que eso es la creación—, el escritor tiene ante sí algo que también pertenece a los demás y por eso desea ofrecérselo y que de alguna manera lo hagan suyo.
¿Y qué nos hace ser lectores? Nos acercamos a un libro con la íntima convicción de que tras su lectura seremos algo mejores: más sabios, menos ciegos, menos sordos. Más sensibles. Más nosotros. Más los otros.
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Variación sobre el amanecer. La flor de la noche ha cerrado sus pétalos y en las copas de los árboles va madurando el alba al paso de los madrugadores, que caminan ensimismados, con el último aleteo de los sueños entre los párpados.
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A Córdoba en el autobús de línea. Durante la madrugada se ha dejado caer la niebla y ahora solo se distingue lo más cercano: el verde de los sembrados, los bultos de las encinas, luces blancas y anaranjadas de enramadas y naves industriales junto a la carretera. Antes de llegar a Alcaracejos me sorprende la estampa de unos álamos que se recortan aislados y precisos entre la bruma: tienen la belleza de un haiku. Siento íntima, entrañada esta imagen: solo unas cuantas cosas, causas —mi familia, los amigos, la escritura—, a las que aferrarme; lo demás anda tras los límites imprecisos de ese finis terrae que se extiende más allá de la niebla.
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