Unos
pesados nubarrones se han detenido sobre el pueblo a primera hora de la tarde.
Son grises y densos como el humo de las candelas al prenderse con leña húmeda.
Han derramado su carga de grisura sobre las calles y todo se ve a través de un
velo de ceniza que amortigua incluso el ruido de los coches. Al rato, un sol
débil ha ido abriéndose paso y arrojando destellos desde poniente mientras las
golondrinas y los vencejos trazan sus garabatos.
—En tus libros hay muchos atardeceres. ¿Es que tú nunca
ves amanecer? —me pregunta con seriedad un colega escritor mientras tomamos
café.
—No, veo muy pocos.
Los atardeceres del otoño y de la primavera son bellísimos espectáculos
fugaces e irrepetibles, siempre distintos en su mismidad. La belleza de los
atardeceres es como la de la música, cuyo goce desaparece cuando vuelve el
silencio y lo más que nos queda es el recuerdo deshilachado de unas emociones.
El atardecer es música de la Naturaleza, una sinfonía solemne, profunda y
conmovedora, un juego barroco de armoniosos arpegios y violentos contrapuntos
que llevan dentro la luz y la sombra, el día y la noche, la rutilante realidad
de la mañana junto a las sombras insomnes de la diosa nictálope, como diría un
buen modernista. Esta parrafada, claro está, me la callé por no resultar
cargante.
*
Portada
del First Folio, 1623. Retrato de
Shakespeare por Martin Droeshout.
*
Tamborilea
con fuerza la lluvia mientras leo unos sonetos de Shakespeare. Cuando cenábamos
oí en las noticias de televisión que “el más grande escritor de todos los
tiempos” —lo presentaron así, como si hablaran de un saltador de pértiga o de
un as del balompié— era un politoxicómano que se ponía hasta las cejas de
marihuana y otras sustancias alucinógenas. Las brillantes descripciones y las
acertadas metáforas de sus libros eran el resultado de los subidones que le
proporcionaban las drogas. La causa de su abundante producción literaria era
bien fácil de explicar: el consumo continuado de cannabis. O sea, que
Shakespeare era un fumeta de tomo y lomo.
La locutora explicó que todo esto lo habían
descubierto dos científicos después de analizar unas supuestas pipas shakespearianas
mediante un sofisticado método de detección de sustancias prohibidas. Estos
mismos científicos aseguran que el soneto 76 es la prueba indiscutible de que
Shakespeare le daba al canuto cantidad y de que conocía con creces las
alucinaciones de los paraísos artificiales.
A la vista de tal descubrimiento, Thomas De Quincey,
Baudelaire y la santa compaña parnasiana,
simbolista y maldita, no eran más que unos aprendices. Adelantado a todos
ellos, decadentistas trasnochados, ahí está el drogota de Stratford-upon-Avon.
En fin, tal como presentaron la noticia, bastó que Shakespeare se metiera en su
cuerpo gentil unas pipas de hachís para que agarrara la pluma y le endilgara a
la posteridad El rey Lear.
No está mal el asunto —se dirán los viciosos de turno.
Voy a meterme un poco de farlopa a ver si en un par de ratos dejo listo un
novelón sobre la Guerra del Golfo que va a dejar a Tolstoi a la altura de un
principiante.
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