jueves, 1 de diciembre de 2016

Shakespeare en las nubes


Unos pesados nubarrones se han detenido sobre el pueblo a primera hora de la tarde. Son grises y densos como el humo de las candelas al prenderse con leña húmeda. Han derramado su carga de grisura sobre las calles y todo se ve a través de un velo de ceniza que amortigua incluso el ruido de los coches. Al rato, un sol débil ha ido abriéndose paso y arrojando destellos desde poniente mientras las golondrinas y los vencejos trazan sus garabatos.
—En tus libros hay muchos atardeceres. ¿Es que tú nunca ves amanecer? —me pregunta con seriedad un colega escritor mientras tomamos café.
—No, veo muy pocos.
Los atardeceres del otoño y de la primavera son bellísimos espectáculos fugaces e irrepetibles, siempre distintos en su mismidad. La belleza de los atardeceres es como la de la música, cuyo goce desaparece cuando vuelve el silencio y lo más que nos queda es el recuerdo deshilachado de unas emociones. El atardecer es música de la Naturaleza, una sinfonía solemne, profunda y conmovedora, un juego barroco de armoniosos arpegios y violentos contrapuntos que llevan dentro la luz y la sombra, el día y la noche, la rutilante realidad de la mañana junto a las sombras insomnes de la diosa nictálope, como diría un buen modernista. Esta parrafada, claro está, me la callé por no resultar cargante.

*


Portada del First Folio, 1623. Retrato de Shakespeare por Martin Droeshout.


*
Tamborilea con fuerza la lluvia mientras leo unos sonetos de Shakespeare. Cuando cenábamos oí en las noticias de televisión que “el más grande escritor de todos los tiempos” —lo presentaron así, como si hablaran de un saltador de pértiga o de un as del balompié— era un politoxicómano que se ponía hasta las cejas de marihuana y otras sustancias alucinógenas. Las brillantes descripciones y las acertadas metáforas de sus libros eran el resultado de los subidones que le proporcionaban las drogas. La causa de su abundante producción literaria era bien fácil de explicar: el consumo continuado de cannabis. O sea, que Shakespeare era un fumeta de tomo y lomo.
La locutora explicó que todo esto lo habían descubierto dos científicos después de analizar unas supuestas pipas shakespearianas mediante un sofisticado método de detección de sustancias prohibidas. Estos mismos científicos aseguran que el soneto 76 es la prueba indiscutible de que Shakespeare le daba al canuto cantidad y de que conocía con creces las alucinaciones de los paraísos artificiales.
A la vista de tal descubrimiento, Thomas De Quincey, Baudelaire y la santa compaña parnasiana, simbolista y maldita, no eran más que unos aprendices. Adelantado a todos ellos, decadentistas trasnochados, ahí está el drogota de Stratford-upon-Avon. En fin, tal como presentaron la noticia, bastó que Shakespeare se metiera en su cuerpo gentil unas pipas de hachís para que agarrara la pluma y le endilgara a la posteridad El rey Lear.
No está mal el asunto —se dirán los viciosos de turno. Voy a meterme un poco de farlopa a ver si en un par de ratos dejo listo un novelón sobre la Guerra del Golfo que va a dejar a Tolstoi a la altura de un principiante.

No hay comentarios: