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De las fotografías suyas que he
ido recortando de periódicos y suplementos —tumbado en la cama, con traje
negro, leyendo un libro; del brazo de Largo Caballero, junto a Indalecio
Prieto, en la cabecera de la primera manifestación del 1 de Mayo en Madrid, en
1931; sonriente, con alpargatas blancas, en cuerda de presos en Fuerteventura,
en febrero de 1924; caminando, y mirando, filosofando grave en el claustro
acristalado de la Universidad de Salamanca; en un impresionante, por serio, retrato
de familia, con la más pequeña en sus brazos; sentado en el suelo en lo alto de
un cerro, con el fondo de la finca de La Flecha, donde gustaba retirarse fray
Luis de León; la serie de dos perfiles y una de frente, ya mayor, preparatorias
para un busto; su féretro transportado a hombros de falangistas por las calles
de Salamanca— seleccioné esta fotografía número 1, «Salida del paraninfo».
Destaca en el centro de la imagen, y del gentío que lo rodea: abrigo y jersey negros, barba y pelo
blancos, como el cuello de la camisa; un hombre mayor, más alto que los dos que
lo flanquean, sereno el gesto, doblado el brazo derecho a la altura del
estómago, la mano recogida sobre sí, sin hacer puño, justo donde se unen las
solapas del abrigo, que baja abotonado; cerrada la boca, dibujando el bigote un
abierto ángulo, apretados los labios y el mentón como señal de determinación, o
de indignación, pero sin ostentación, contenido, elegante el rictus, igual que
la figura.
¿Hacia dónde mira? ¿Al interior
del vehículo aparcado frente a él? Yo diría que no mira nada, que no mira a
nadie que tenga delante. Y si mira, lo hace con fijeza y seguridad. Pero sus
ojos, su memoria, más que en este instante presente captado por el fotógrafo, quizá
estén unos minutos atrás, en un pasado inmediato, caliente aún en él y en
quienes lo rodean. O quizá el hombre esté ya imaginando lo que puede esperarle
de aquí a unos días.
Está solo entre la multitud que lo
rodea. Ni siquiera parece sentir la presencia del hombre de religión que tiene
a su izquierda: más joven, en sus hombros la pesadumbre del momento, la cabeza levemente
caída hacia el pecho y como mirando por encima de las gafas al lado contrario,
la línea de sus labios no dibuja una sonrisa, y si lo es, forzada, de
situación, resignada, como a la espera de subir en el coche y desaparecer súbito
del lugar y circunstancias.
En los escasos cinco o seis metros de
vestíbulo que se adivinan, se apiña más de una cincuentena de personas —medios
cuerpos, bustos, cabezas, medias cabezas, perfiles, fragmentos apenas de una
frente, brazos, manos, espaldas— que saluda a lo fascio, alzados los brazos
derechos, al frente las palmas de la mano, emergiendo sobre las cabezas como
fervorosas llamas alimentadas por los vítores que algunos de los presentes lanzan
exaltados.
Abigarrado enjambre de cuerpos
(mujeres, niños y adolescentes, jóvenes y
maduros repeinados, civiles y militares), de vestimentas (los uniformes
azules, correajes y cascos blancos de los guardias municipales, las saharianas y
las camisas verde seco de los requetés, las guerreras caqui de los legionarios,
la sotana negra y la capa roja, el azul falangista en las camisas), la
diversidad de prendas en la cabeza (boinas, gorras de plato, cascos, solideo,
gorros cuarteleros).
Entre el flameo de brazos y palmas
fascistas, nadie mira al viejo de la barba y el pelo canos. Ninguno de los
presentes —¿quizá las dos mujeres que aparecen en primer término en la parte
inferior izquierda de la fotografía?—, ni los más cercanos, que casi le rozan
por detrás su hombro izquierdo o su cabeza al levantar el brazo, ni el requeté
a su derecha. Nadie presta atención al viejo. Ni a su acompañante. Como si
fueran invisibles. Como si en ese espacio se abriera la transparencia.
Hay quien mira al interior del
vehículo: el adolescente de afilada nariz y neta raya en el pelo cuya cabeza
asoma entre un requeté y un falangista fija sus ojos en el asiento trasero;
detrás de este muchacho, un exaltado en pleno vítor mira hacia el asiento del
copiloto, igual que el militar situado a su derecha, junto al municipal.
Fecha de la instantánea: 12 de
octubre de 1936, hacia las dos de la tarde. Lugar: salida del paraninfo de la
Universidad de Salamanca. Dramatis
personae: don Miguel de Unamuno (1), rector vitalicio de la misma; monseñor
Plá y Deniel (2), obispo de la ciudad; Antonio Ortiz de Estringana (3), jefe de
Bandera de Falange; Agustín Sánchez Echevarría (4), teniente de Requetés;
Primitivo Murga Uribe(5), legionario. Estos tres últimos formaban parte de la
escolta habitual del general Millán Astray, que acaba de subir al coche,
precedido por doña Carmen Polo de Franco.
Queda en manos del lector ambientar la escena
con la banda sonora de consignas, vivas y arribas propios del momento
histórico y de la ciudad en cuyo palacio episcopal estaba entonces la sede del
gobierno de Franco.
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