La fotografía número 2 recoge el
instante anterior a la fotografía número 1. Calculo que apenas ha transcurrido
un minuto. El mismo lugar. El mismo enfoque. El mismo vehículo negro, con la
portezuela abierta, detenido en el mismo sitio. Pero no los mismos personajes,
ni en disposición ni en número. Unos han desaparecido, otros no.
El
centro de la imagen es ahora más coral. El teniente requeté apoya su mano en el
brazo derecho del general Millán Astray, indicándole así que abandone el lugar
y suba al coche. El general, capado y con el gorro legionario, alarga su mano
para saludar no se aprecia exactamente a quien, aunque podemos conjeturar que a
don Miguel de Unamuno. En leve inclinación cortesana de saludo y reverencia,
pues se halla ante la excelencia reverendísima de un obispo y ante el magnífico
rector vitalicio de la Universidad de Salamanca, el gesto y disposición del
general de la Legión recuerda un poco al del general Spínola en Las lanzas de Velázquez. A Unamuno,
tapado casi al completo por monseñor, se le distingue por su pelo blanco y su
perfil aguileño. Detrás de ellos, un legionario de cara lustrosa y recortado
bigote, con la cabeza ligeramente adelantada, como de tener pegada la oreja a
lo que se dicen las personalidades al despedirse.
Alrededor
de este grupo central se elevan al aire palmas fascistas, menos numerosas que
en la fotografía número 1. Entre uno y otro instante ha crecido ostensiblemente
el número de presentes en el vestíbulo.
Aventuramos ruido ambiente de
vítores y arribas. ¿Por eso acercan ligeramente sus cabezas entre sí el general,
el rector y el obispo, para escucharse mejor?
Dicen, o creen o quieren ver
algunos que el general sonríe, que también lo hacen el señor obispo y Unamuno.
No voy a discutir la sonrisa, ¿o es rictus?, del general, ni de su eminencia
reverendísima, pero la sonrisa del rector no la distingo. Afirman esos mismos individuos
que asistimos a una despedida relajada y cordial después de un acto oficial más
o menos tedioso. Nada en la imagen hace pensar, desde luego, en un incidente
desagradable, con insultos, amenazas y ruido de armas que se montan. Sobre todo
si nos fijamos en la sonrisa —claramente marcada, aunque no sabemos si
verdadera o de circunstancias ante lo que acaba de escuchar en el paraninfo y
de encontrarse a la salida— de Carmen Polo de Franco en el momento de subir al
vehículo que la espera. Porque es ella, no lo duden.
¿Qué hace Unamuno junto a la
esposa de Franco, entre legionarios, requetés y camisas azules? Ahí está la
madre, la cuestión: el desconcierto, la paradoja, la contradicción, el oxímoron
encarnado.
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