Polemista, de notable presencia en
la vida pública española a través de sus artículos periodísticos, creador de
opinión, a favor o en contra, difícilmente podían sus contemporáneos permanecer
indiferentes a sus ideas y apreciaciones; hombre político, de pensamiento y de
acción, contra la nefasta monarquía de Alfonso XIII, contra la infame dictadura
de Primo de Rivera, contra el terror y la sangre, viniera de los hunos, viniera de los hotros, durante el poco tiempo que vivió
de la guerra civil.
Mi
primer Unamuno fue La tía Tula, el
volumen número 1 de la Biblioteca Básica Salvat. Luego, en los años del COU y
primeros de la Facultad vinieron los azules, verdes, rosas, violetas y
amarillos de la colección Austral, según se tratara de cuentos y novelas,
ensayos, obras dramáticas, poesías o biografías y memorias.
En
aquellos años juveniles buscaba uno ya la buena literatura, pero también modelos,
referentes políticos y éticos. Unamuno era uno de ellos. Sus nivolas abordaban cuestiones que uno
también se planteaba. La historia de la tía Tula, la rebeldía existencial de
Augusto Pérez, la pérdida de la fe de don Manuel Bueno, las partidas de ajedrez
de don Sandalio, las nuevas andanzas de Don Quijote y Sancho… Lo único que no
entendía en hombre tan racional, tan inteligente y culto, eran sus angustias,
sus crisis religiosas, sus dudas respecto a la existencia de Dios. Pero
disfrutaba con su literatura de fondo, de pensamiento, con sustancia.
Unamuno era un escritor activo,
que hacía pensar, pues convertía el libro en un interlocutor que hablaba, y
polemizaba, con el lector. Eso era lo distintivo, la novedad de sus obras, la
unamunidad: el libro como conversación, como búsqueda dialéctica de respuestas.
Y de preguntas.
Fue una decepción saber que el
escritor había saludado con el brazo en alto el golpe militar y la llegada de
los franquistas a Salamanca, leer en periódicos de la época que creía en el
general Franco y en la cirugía sanadora de los militares, comprobar que el gran
intelectual del 98 renegaba de los gobiernos y de los políticos republicanos,
cuya ineptitud había llevado al desastre, aunque casi por esos mismos días
—poco duró su fervor franquista— don Miguel comprueba que con los militares
llega también la barbarie y la sangre, y piensa que una dictadura fascista
arrastrará a España a la desgracia.
Comprobada la contradictoria
postura de nuestro hombre, pura paradoja vital, sabedor de que aquel 12 de
octubre Miguel de Unamuno se jugó el tipo frente a Millán Astray en el
paraninfo, convencido de la contundencia de sus palabras, fuesen literalmente
las que fuesen —al guion de su breve discurso anotado en el reverso de la carta
de la mujer del pastor, y a los testimonios de los presentes y del propio
Unamuno, vuelvo a remitir al lector—, admirado de su entereza moral, con cierta
pesadumbre por saberlo solo, despreciado, insultado por los unos, y amenazado,
confinado en su casa por los otros, consciente de su valor histórico, y
simbólico, elegí la fotografía número 1, a la que puse por título: el viejo Unamuno tras su última lección en
la Universidad de Salamanca.
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