Señoras emperifolladas con
aparatosos sombreros, grandes bigotudos de grandes cejas postizas, obreros,
transeúntes y curiosos, vagabundos, hombres gordos y mujeres gordas, jóvenes
modositas con un novio gilí, camareros, dependientes, barberos y empleados de
oficina, mozos de almacén, ricos de frac y chistera, golfillos zarrapastrosos…
en las calles de la gran ciudad, en las esquinas con policía de porra y
silbato, en los restaurantes, en trenes y tranvías, en coches de bomberos, en
pistas de patinaje y en salas de music-hall, en la playa, en el parque de
atracciones, en tiendas de tejidos, en las casas burguesas, en un barco de
inmigrantes, en una oficina bancaria, en la pista de un circo, en una
carnicería, en hoteles con ascensorista… se suceden guantazos, sombrerazos,
escobazos, bastonazos, sartenazos, silletazos, martillazos y pisotones en pies
gotosos, desmayos, tropezones, giros mareantes, caídas, encontronazos,
desmayos, carreras y resbalones… Los niños de mi generación nos partíamos de risa
con cine cómico, el programa de
televisión que seguía a la película de la tarde de los sábados. Sentados en el
suelo de la sala de estar, esperábamos con alegre excitación que en la pantalla
en blanco y negro aparecieran el gordito Fatty, el bizco Ben Turpin, el
atildado Harold Lloyd, Buster Keaton, el serio, a quien mi padre llamaba
«Pamplinas», el gordo, jugueteando con la corbata entre sus dedos, y el flaco
con su voz de flauta quebrada, los disparatados hermanos Marx, pero sobre todo
Charlot, el vagabundo por excelencia, el hombrecito que a pesar de su
marginación siempre conseguía ridiculizar al rico frente al pobre, a la
autoridad frente al fugitivo, al aprovechado frente al ingenuo, al poderoso
frente al débil, y cuya comicidad provenía de su habilidad física, de su
capacidad gestual, de su ingenuidad, y de la ruptura de convenciones sociales,
que le permitía seguir siendo un errante y divertido espíritu libre. En
aquellos viejos televisores de lámparas y en las pantallas de los cines de
barrio, con aquellos cómicos mudos, los niños de mi generación tuvimos la mejor
escuela de la risa.
Charlot era un personaje popular
entre los niños de mi edad, que ignorábamos entonces la caza al comunista
declarada en Estados Unidos desde mediados de los años cuarenta. Su creador,
Charles Chaplin, se había convertido en un hombre rico y famoso, célebre
también por sus varios matrimonios y sus muchos hijos, que aparecía con frecuencia
en las revistas del corazón.
Cuando
los niños nos hicimos jóvenes descubrimos que Charlot, sin perder el humor, había
hecho películas serias.
Hace
unos días volví a ver en la televisión El
gran dictador, y a recordar la primera vez que la vi: Córdoba, primeros de
junio de 1976; veinte años; tercer año de Facultad; últimas clases del curso y
exámenes finales. ¡Al fin llega a las pantallas españolas la obra maestra de
Charles Chaplin! El gran dictador,
Paulette Goddard, Jack Oakie. Mayores 18 y menores acompañados, anunciaba la
cartelera.
Mi memoria ha asociado siempre esa
película a la primera muestra de cine histórico que se celebró en Córdoba esos
mismos días (del 7 al 13 de junio), organizada por el sacerdote cinéfilo Rafael
Galisteo Tapia. Me ha hecho creer durante todos estos años que la película de
Chaplin formaba parte de la muestra de cine histórico, pero hace unas semanas
pude comprobar que no, que fue casualidad —¿o causalidad?—, simple coincidencia
de fechas. La película de Chaplin se había estrenado en Madrid el 22 de marzo,
pero llegó a Córdoba en aquellos primeros días de junio.
Vi El gran dictador en el paraíso del cine
Góngora, al día siguiente de su estreno en nuestra ciudad. Iba solo. Recuerdo
la expectación, la larga cola, algunos comentarios: estreno en Nueva York, el
senador McCarthy, la censura, el exilio en Suiza, los aplausos del día
anterior…
Charlot,
ahora barbero judío, no olvidaba su esencia cómica, pero en esta ocasión los
malos lo eran de verdad y la crítica, la sátira, feroz, una amarga andanada
contra las dictaduras, contra la persecución de los judíos, contra el
militarismo.
Recuerdo
la larga ovación cerrada, todo el público en pie, tras el discurso final del
barbero —era la primera vez que escuchábamos la voz de Charlot—, aplaudiendo la
valentía, la sensibilidad, la verdad, la esperanza. Habían pasado solamente
cinco meses de la muerte de Franco y quedaba por desmontar todo el aparato de
la dictadura para dejar paso a la democracia. Chaplin nos emocionaba ahora por
el lado serio de la vida, por el lado del compromiso, por la ilusión con que
los jóvenes acogíamos aquella historia, aquel famoso discurso que aún mantiene
vigencia. Fui consciente, mientras aplaudía, de estar en un cine y de haber
visto una película, una ficción, pero de estar también en un acto político, de
afirmación de una voluntad colectiva, de asistir a una ocasión histórica, a un
momento inolvidable de reivindicación emocional e ideológica. Sí. Charlot
invitaba a la deserción de los soldados, a la lucha contra los totalitarismos,
a la conquista de la democracia por el pueblo, de la libertad, al derecho a la
utopía, a la felicidad.
El
mensaje de Chaplin llegaba cuando nuestro país daba sus primeros pasos hacia
las primeras elecciones libres tras cuarenta años de dictadura, y los jóvenes
creíamos profundamente que la democracia traería trabajo, seguridad y futuro.
El nuevo mundo que proponía el barbero judío —¡Vosotros, el pueblo, tenéis el
poder!— encajaba con la nueva España que los jóvenes empezábamos a vivir.
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