E. Manet, Retrato de Jeanne Duval |
El sol agobia la ciudad
con su luz recta y terrible; la arena deslumbra y el mar espejea. El mundo,
aturdido, se hunde cobardemente y duerme la siesta, una siesta que es una
especie de muerte sabrosa en que el durmiente, amodorrado, disfruta el placer
de su anonadamiento.
Sin embargo, Dorotea, fuerte y orgullosa como el sol, avanza
por la calle desierta, único ser viviente a esta hora bajo el inmenso azul, y
forma sobre la luz una mancha brillante y negra.
Avanza balanceando suavemente su torso, tan fino, sobre sus
caderas, tan anchas. Su ajustado vestido de seda, de un claro tono rosa, contrasta
vivamente con las tinieblas de su piel y modela con precisión su largo talle, la
concavidad de su espalda y su pecho puntiagudo.
Su sombrilla roja, tamizando la luz, proyecta en su rostro
sombrío el maquillaje sangriento de sus reflejos.
El peso de su abundante cabellera, casi azul, tira de su cabeza hacia atrás y le da un aire
triunfante y perezoso. Pesados pendientes gorjean secretamente en sus lindas
orejas.
De vez en cuando la brisa marina levanta un extremo de su falda
flotante y deja ver la pierna reluciente y magnífica; y su pie, semejante a los
pies de las diosas de mármol que Europa encierra en sus museos, imprime
fielmente su forma en la fina arena. Porque Dorotea es tan prodigiosamente
coqueta que el gusto de verse admirada vence en ella el orgullo de la mujer
emancipada y, aunque sea libre, camina sin zapatos.
Avanza así, armoniosamente, feliz de vivir y con una blanca
sonrisa, como si viera a lo lejos, en el espacio, un espejo que reflejara su porte
y su belleza.
A la hora en que los mismos perros gimen de dolor bajo el
sol que les muerde, ¿qué poderoso motivo hace ir así a la perezosa Dorotea,
bella y fría como el bronce?
¿Por qué ha dejado su pequeña casa tan coquetamente
dispuesta, a la que unas flores y unas cortinas, tan poca cosa, confieren una perfecta
intimidad; donde tanto disfruta peinándose, fumando, haciéndose dar aire o mirándose
al espejo con sus grandes abanicos de plumas, mientras el mar, que bate la
playa a cien pasos de allí, le hace a sus confusas ensoñaciones un poderoso y
monótono acompañamiento, y mientras la olla en que cuece un guiso de cangrejos,
arroz y azafrán le envía, desde el fondo del patio, sus aromas excitantes?
Quizá tiene una cita con un joven oficial que en lejanas
playas ha oído hablar a sus compañeros de la célebre Dorotea. Infaliblemente, esta
simple criatura le rogará que le describa el baile de la Ópera, y le preguntará
si se puede ir descalza, como en los bailes del domingo, donde las viejas
cafrinas acaban ebrias y furiosas de alegría; y si las bellas damas de París
son tan guapas como ella.
Dorotea es admirada y mimada por todos, y sería
perfectamente dichosa si no estuviera obligada a amontonar piastra sobre
piastra para rescatar a su hermanita, que tiene ya once años, y que está ya
madura, ¡y tan hermosa! Ella lo logrará sin duda, la buena Dorotea; el dueño de
la niña es tan avaro, ¡demasiado avaro para comprender otra belleza que la del
dinero!
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