En 4321, la novela de Paul Auster, leemos
el primer día del protagonista, aprendiz de escritor, como alumno de la
Universidad de Columbia (Nueva York):
Le asignaron
una habitación en la décima planta de Carman Hall, la residencia más moderna
del campus, pero en cuanto deshizo las maletas y colocó sus cosas, Ferguson se
dirigió a Furnald Hall, una residencia contigua que estaba unos cuantos metros
más arriba, y subió en ascensor a la sexta planta, donde permaneció unos
instantes frente a la habitación 617, y luego bajó por las escaleras, caminó en
dirección este por el sendero de ladrillos que corría a lo largo de la
biblioteca Butler y se encaminó a una tercera residencia, el edificio John Jay
Hall, donde subió en ascensor hasta la duodécima planta y se quedó unos
momentos frente a la habitación 1231. Federico García Lorca había vivido en
aquellas dos habitaciones durante los meses que vivió en Columbia en 1929 y
1930. La 617 de Furnald y la 1231 de John Jay eran los sitios donde había
escrito «Poemas de la soledad en la Universidad de Columbia» y la mayoría de
los poemas recogidos en Poeta en Nueva
York (Nueva York de cieno / Nueva
York de alambres y de muerte), libro que acabó publicándose en 1940, cuatro
años después de que Lorca fuese apaleado, asesinado y arrojado a una fosa común
por esbirros de Franco. Suelo sagrado” (p. 559).
Por si no era suficiente mi afinidad sentimental e
ideológica con el personaje, cuando leí estas líneas me emocioné hasta las
lágrimas: por el discreto entusiasmo —fervor, decisión, íntimo compromiso
político— con que rinde homenaje a un grandísimo y noble poeta que en 1929
llegó a Nueva York en plena, honda y negra, crisis existencial; por comprobar
que esa hermosa y temible ciudad —arquitectura
extrahumana y ritmo furioso; geometría y angustia— guarda memoria viva de
nuestro poeta y de su trágico fin; por la desgarradora verdad poética con que
nos zarandean los versos de Poeta en
Nueva York; porque imaginé vivamente que yo también estaba junto al joven
Ferguson ante las puertas de aquellas dos habitaciones, porque en aquellas
líneas reconocí esa vieja costumbre de visitar lugares relacionados con hombres
y mujeres que por sus obras o sus hechos han sido ejemplares para mí.
Mi primer homenaje, de adolescente en Córdoba, fue
para don Luis de Góngora y Argote. Entre el Arco del Triunfo y los muros del
seminario de San Pelagio, esculpidos en mármol blanco pueden leerse los versos
de su magnífico soneto a la ciudad que en clase de Literatura en el instituto
nos había explicado doña Teresa Morales: las murallas, las torres y las almenas
del Alcázar (¡Oh excelso muro) y la Calahorra, que veía desde la ventana de
mi habitación en la calle Altillo; el rumor del río en busca de Sevilla y Cádiz
(¡Oh gran río, gran rey de Andalucía);
la vega y la campiña, que en las noches de verano ardía en los rastrojos (¡Oh fértil llano); las Ermitas, la
sierra azul, morena, desde Cazorla a Sanlúcar (oh sierras levantadas, / que privilegia el cielo y dora el día). Un
paisaje que tenía todos los días a mi vista, asomado a la ventana unas veces,
jugando a la sombra de la Calahorra en las mañanas de verano, o las tardes de
sábado en que nos aventurábamos por las últimas calles de la barriada de Fray,
calle Segunda Romana adelante, hasta el final de la Acera del Río. El paisaje
que veía el poeta era también el nuestro. Qué gozada leer aquellos versos. Y
años después, qué disfrute seguir los pasos del poeta por la ciudad de la mano
de otro poeta, Ricardo Molina, en su Córdoba
gongorina, donde nos señala rincones de la sierra cordobesa que Góngora
pudo tener presentes para sus Soledades,
o compara el lujoso, sensorial y complejo artificio verbal culterano de don
Luis con la esplendorosa orfebrería de la custodia de Arfe.
Memoria del músico Erik Satie en Honfleur (Normandía) |
Fue precisamente con Ricardo Molina, sobre cuya prosa
periodística versó la memoria de investigación de mis cursos de doctorado, con
quien gané veteranía como turista literario una primavera de primeros de los
ochenta, cuando cargué con la mochila y me fui unos días a Puente Genil, desde
donde hice excursiones a pie hasta Jauja, Badolatosa, Corcoya y Casariche.
Aparte unos cuantos datos para la biografía de Ricardo Molina, llegué a Córdoba
con un cuadernillo de versos neopopulares que no sé si conservo en alguna
carpeta. Lo que sí conservo es la luz abrileña de aquellos días, del paisaje
campiñés, las vistas de los olivares desde los cerros de Jauja, las riberas del
Genil, la conversación con un pastor de cabras, la comida en un “cuartel semanantero”,
la entrevista al poeta José Cabello, ya muy mayor y con pocas ganas de hablar,
que había conocido y tratado a Ricardo Molina.
A la izquierda, Sylvia Beach y James Joyce a la puerta de la librería Shakespeare & Company en el nº 8 de la calle Dupuytren (París) |
El turismo literario no siempre es una experiencia tan
completa. La mayoría de las veces ha de conformarse uno con estar unos minutos
ante una placa en la calle, junto a la casa en que nació, o murió o escribió
tal artista, ante su tumba, en la casa—museo o ante la estatua que el municipio
le ha dedicado, o a dar un paseo por el barrio frecuentado por nuestro
homenajeado y leer un poema o un fragmento suyo, escuchar una música o simplemente
evocar algunos momentos de su vida. Nada aparatoso, algo discreto, como el
joven Ferguson ante las habitaciones 617 de Furnald y la 1231 de John Jay.
Normalmente vuelve uno de esos homenajes con el
espíritu reconfortado y las manos vacías, pero en ocasiones lo hace como niño
con juguete nuevo, con el tesoro de una copia fotográfica: retratado por Dornac
en el café François, fondo de espejos, recado de escribir —pluma, tintero,
papel— sobre el velador de hierro y
mármol blanco, el sombrero, el bastón, la jarra de agua y el vaso de absenta, desgreñada
la barba larga y los grandes bigotes, desmelenada la melena por las sienes, la enorme
calva de payaso, la mirada fija, perdida quizá en el ritmo de algún verso
saturniano, en un recuerdo amargo de Rimbaud, envejecido príncipe de poetas,
Paul Verlaine, un año antes de su muerte; la última foto de Franz Kafka,
afilado, en punta el rostro, la nariz, las orejas, la línea de los labios, la
mirada que taladra y traspasa; Óscar Wilde, guapísimo a los 28 años, rostro
terso, ovalado, labios carnosos, entreabiertos, dispuestos a los besos; el gran
Balzac en daguerrotipo de Bisson, camisa blanca desabotonada hasta el esternón,
oronda ya la papada, la nariz, las mejillas, la mano derecha en abanico sobre
el pecho, pensando en un nuevo tipo de la comedia humana y en una taza de café;
el inmenso Monet ante una laguna con nenúfares; Giuseppe Verdi ya mayor, el
abuelo afable y sonriente que todos quisiéramos haber tenido, Baudelaire,
Sánchez Ferlosio, Lorca, E. A. Poe, Antonio Machado, Lorca… en fin, gentes a las que uno
se siente agradecido por las emociones y la belleza que han llevado a su vida.
Habitación de Antonio Machado en la pensión de Luisa Torrego en Segovia |
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