A primeros de julio de 2007 mi
madre recibió una carta de un primo suyo, José Zarco Cañadillas, el primo
Pepito, que ahora tiene 82 años, a propósito de un pariente, Julián Zarco
Cuevas, agustino, historiador y bibliotecario del monasterio de San Lorenzo del
Escorial, fusilado en Paracuellos del Jarama el 30 de noviembre de 1936 y en
proceso de beatificación junto a otros 497 “asesinados en la Guerra Civil por
los rojos”. Adjuntas venían la transcripción de la carta que un “superviviente
del 36” escribió a Santiago Carrillo en junio de 2005, que excuso reproducir
porque no viene al caso, y una genealogía de los Zarcos que se remontaba a los
manchegos Agustín Zarco e Inés Rodríguez, padres de un Bartolomé Zarco nacido en
la primera década del XVII. El árbol familiar había sido trazado por el doctor
Zarco Castellanos, de Mota del Cuervo, con quien se puso en contacto el primo
Pepito, que la completó hasta las últimas ramas, hasta mis primos hermanos y
primos segundos.
Mi madre y sus dos hermanos
siempre han sentido orgullo por su primer apellido, no por distinción social,
sino por su rareza y exclusividad. Todos los Zarcos somos familia, he oído
decir en mi casa cientos de veces, así que cuando a mi madre le llegaba noticia
de algún Zarco empezaba a sacar el hilo, le preguntaba a sus hermanos o a
alguna de sus primas y acababa encontrando la punta.
—Ese
pintor madrileño, Antonio Zarco, vino un verano a Córdoba cuando yo tenía diez
o doce años. Él era un poco mayor que yo, quince o dieciséis. Iba a todos
sitios con una carpeta muy grande. Ponte aquí, prima, y me dibujaba. Ahora
ponte así. Me hizo unos cuantos. Dibujaba muy bien. No he vuelto a verlo, pero
tiene que ser ese. Su padre era primo del abuelo Anselmo.
Si la
genealogía establecida por el doctor Zarco Castellanos —qué cerca del Zarco
Castillo de mi abuelo Anselmo—, si ese árbol familiar está bien trazado, se
confirma lo que yo mismo he venido afirmando desde muchos años atrás guiado por
la intuición respecto de la profesión por excelencia de los varones Zarco
durante casi 150 años, que no fue otra que la de guardias civiles, hasta que mi
generación rompió los lazos con el benemérito Cuerpo, lo que en mi caso supuso
una decepción para mis padres, a quienes habría dado el alegrón de su vida si
al acabar el bachillerato me hubiera inscrito en la Academia General Militar de
Zaragoza, pero nada más lejos de mi carácter y expectativas en aquellos años
transicionales que andar por el mundo con un tricornio en la cabeza. El primer
Zarco guardia civil que aparece en el árbol genealógico es Tórbulo Primo Antonio Gervasio Zarco García, nacido en marzo de 1857, que entró
en el Cuerpo en vida del insigne don Francisco Javier Girón y Ezpeleta, duque
de Ahumada, fundador y primer director de la Guardia Civil caminera, lo cual confirmaba mi intuición. Sí, soy
hijo, sobrino, nieto, sobrino nieto, bisnieto y tataranieto del Cuerpo, vengo
de hombres beneméritos, algunos de los cuales han escrito, si no páginas
gloriosas, al menos algunas líneas en la historia reciente de nuestro país,
especialmente mi abuelo Anselmo, durante la guerra y la postguerra.
Estos son mis orígenes, mis
principios, pero si a alguien le parecen menesterosos, opacos y del común, tengo
otros, como diría Groucho Marx: la alcurnia de servidores del orden público se
complementa con el linaje literario de la más excelsa calidad, como se verá
enseguida.
Volvamos
a la genealogía, a aquellas primeras ramas del árbol zarquil, al Bartolomé
Zarco Rodríguez, nacido a principios del XVII, exactamente un 13 de abril de
1603. Pues bien, tras este dato —no sé si apunte del doctor Zarco o del primo
Pepito, que es doctor en historia de la Iglesia— se abre paréntesis:
“Recordemos que en 1605 Miguel de Cervantes escribe El Quijote, en el que encarna un papel importante doña Ana Martínez
Zarco de Morales, a la que inmortalizó con el nombre de Dulcinea del Toboso”.
Se cierra el paréntesis. ¡Pero, coño! —diría el abuelo Anselmo—, ¿La bella
Dulcinea era una Zarca?
Nada
se afirma con el paréntesis, pues ni el riguroso historiador ni el concienzudo
genealogista pueden constatar, pero ahí queda la sugerencia. ¡Descendiente de
Dulcinea! Eso no hay novela postcervantina que lo supere. Eso es prosapia, así
que háganse a un lado casas ducales de Alba, de Osuna o de Medina Sidonia y
demás grandezas de España. ¡Sangre de Dulcinea bombea mi arrítmico corazón!
¡Qué mejor abolengo que el de la mismísima emperatriz de La Mancha!
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