A Edouard Manet
Las ilusiones —me decía mi amigo— son quizá tan numerosas como
las relaciones de los hombres entre sí, o de los hombres con las cosas. Y cuando la ilusión desaparece, es decir,
cuando vemos el ser o el hecho tal como existen fuera de nosotros,
experimentamos un raro sentimiento, complicado, mitad pesar por el fantasma
desaparecido, mitad sorpresa agradable ante la novedad, ante el hecho real. Si
existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido, y de tal naturaleza que
sea imposible equivocarse, ese es el amor maternal. Es tan difícil suponer una
madre sin amor materno como una luz sin calor; ¿no es, pues, perfectamente
legítimo atribuir al amor maternal todas las acciones y palabras de una madre
relativas a su hijo? Pues, sin embargo, escuchad esta breve historia en la que
yo mismo he sido confundido por la ilusión más natural.
Mi profesión de pintor me empuja a mirar atentamente las
caras, las fisonomías, que se me ofrecen en el camino, y tú sabes cuánto goce
sacamos de esta facultad que vuelve a nuestros ojos la vida más viva y más
significativa que para el resto de los hombres. En el barrio apartado en que
vivo, y donde grandes espacios de hierba separan unos edificios de otros, había
observado a menudo a un niño cuya fisonomía ardiente y pícara, más que las
otras, me sedujo enseguida. Posó más de una vez para mí, y lo transformé en
gitanillo, luego en ángel, luego en Amor mitológico. Lo hice llevar un violín
de vagabundo, la Corona de Espinas y los Clavos de la Pasión, y la Antorcha de
Eros. Disfruté un placer tan vivo ante la gracia de aquel chico, que un día le
pedí a sus padres, gente pobre, que lo dejaran conmigo, prometiéndoles vestirlo
bien, darle algún dinero y no imponerle más obligaciones que limpiar mis
pinceles y hacerme los recados. El niño, una vez lavado, era encantador, y la
vida que llevaba en mi casa era un paraíso comparada con la que habría sufrido
en el cuchitril de sus padres. Solamente debo decir que este hombrecito me
sorprendió algunas veces con singulares crisis de tristeza precoz, y que
manifestó muy pronto un gusto inmoderado por el azúcar y por los licores, de
manera que un día en que constaté que había cometido una nueva trastada de ese
tipo, lo amenacé con enviarlo de nuevo a casa de sus padres. Luego salí y mis
asuntos me retuvieron largo tiempo fuera de casa.
¡Cuáles no serían mi horror y mi asombro cuando, al entrar a
mi casa, lo primero que golpeó mis ojos fue mi pequeñín, el travieso compañero
de mi vida, colgado del travesaño de ese armario! Sus pies casi tocaban el
suelo; una silla, golpeada sin duda con el pie, estaba caída a su lado; su
cabeza se inclinaba convulsa sobre un hombro; su rostro, hinchado, y sus ojos desmesuradamente
abiertos con una fijeza aterradora, me produjeron primero la ilusión de la
vida. Descolgarlo no era tan fácil como puedas creer. Estaba ya muy rígido y
sentía un repugnancia inexplicable a hacerlo caer bruscamente sobre el suelo.
Había que sostenerlo con un brazo y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero
ahí no se acababa todo; el pequeño monstruo había usado un cordel muy fino que
había entrado profundamente en la carne y era preciso, con unas pequeñas
tijeras, buscar la cuerda entre los rebordes de la hinchazón para liberar el
cuello.
He olvidado decirte que había gritado pidiendo socorro, pero
todos mis vecinos habían rehusado venir en mi ayuda, fieles en eso a las
costumbres del hombre civilizado, que no quiere nunca, no sé por qué, verse
mezclado en asunto de ahorcados. Al fin vino un médico que declaró que el niño
llevaba muerto varias horas. Más tarde, cuando fuimos a desvestirlo para el
entierro, la rigidez cadavérica era tal que, desistiendo de flexionar los
miembros, tuvimos que rasgar y cortar las ropas para quitárselas.
El comisario, a quien lógicamente hube de declarar el
accidente, me miró de reojo y me dijo: ¡Esto es muy sospechoso!, movido sin
duda por un deseo inveterado, por una costumbre profesional de infundir miedo,
por si acaso, tanto a los inocentes como a los culpables.
Una tarea suprema quedaba por hacer, y solo pensar en ella
me provocaba una angustia terrible: había que avisar a los padres. Mis pies se
negaban a llevarme. Al fin reuní el valor. Pero, para gran extrañeza mía, la
madre se mostró impasible, ni una lágrima salió de sus ojos. Atribuí tal extrañeza
al horror que ella debía sentir, y me acordé de la conocida sentencia: “Los
dolores más terribles son los dolores mudos”. En cuanto al padre, se limitó a
decir con aire medio idiota, medio soñador: “Después de todo, quizá sea lo
mejor; de todas formas, habría acabado mal”.
Mientras tanto, el cuerpo estaba tendido en mi sofá, y ayudado
por una criada me ocupaba de los últimos preparativos cuando la madre entró en
mi estudio. Quería, me dijo, ver el cadáver de su hijo. Yo no podía en verdad
impedirle que se embriagara en su dolor ni negarle este supremo y sombrío
consuelo. Enseguida me pidió que le mostrara el lugar en que su pequeño se había
ahorcado. “¡Oh, no, señora, —le respondí— eso le hará a usted daño!” Y como
involuntariamente mis ojos se volvieron hacia el fúnebre armario, vi, con un
disgusto mezclado de horror y de cólera, que el clavo permanecía en el
travesaño del armario, con un largo trozo de cuerda colgando. Me lancé
vivamente para arrancar estos últimos vestigios de la desgracia, y como iba a
tirarlos por la ventana abierta, la pobre mujer agarró mi brazo y me dijo con
una voz irresistible: “¡Oh, señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!” Su
desesperación la había, sin duda, eso me pareció, trastornado de tal modo que
se llenaba de ternura ahora por lo que había servido de instrumento para la
muerte de su hijo, y quería guardarlo como una horrible y querida reliquia. Y
se apoderó del clavo y de la cuerda.
Por fin, por fin pasó todo. Solo me quedaba volver al
trabajo, con más intensidad aún que de costumbre, para que desapareciera poco a
poco aquel pequeño cadáver que rondaba los pliegues de mi cerebro, y cuyo
fantasma me fatigaba con sus grandes ojos fijos. Pero al día siguiente recibí
un montón de cartas: unas, de inquilinos de mi edificio; otras, de las casas
vecinas; una del primer piso, otra del segundo, otra del tercero, y así
sucesivamente, unas en tono medio chistoso, como intentando disimular con una
aparente broma la sinceridad de la demanda; otras, muy descaradas y con mala ortografía,
pero todas con el mismo fin, es decir, obtener de mí un trozo de la funesta y
beatífica cuerda. Entre los firmantes había —tengo que decirlo— más mujeres que
hombres; pero no todos, créeme, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He
guardado esas cartas.
Y entonces, de pronto, una luz se hizo en mi cerebro, y
comprendí por qué la madre tanto insistía en quitarme la cuerda y con qué
comercio se proponía ella consolarse.
Édouard Manet, Chico haciendo pompas de jabón (1867) |
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