Marc Chagall, "El violinista verde", 1924 |
En un hermoso jardín en el
que los rayos de un sol otoñal parecían demorarse a placer, bajo un cielo ya
verdoso en que las nubes de oro flotaban como continentes viajeros, cuatro
hermosos chiquillos, cuatro muchachos, cansados sin duda de jugar, charlaban
entre ellos.
Uno decía: «Ayer me llevaron al teatro. En palacios grandes
y tristes, al fondo de los cuales se veían el mar y el cielo, hombres y mujeres
serios y tristes, pero más guapos y mejor vestidos que los que vemos por ahí,
hablan con voz cantarina. Se amenazan, suplican, se afligen, y apoyan a menudo
su mano en un puñal enfundado en su cinto. ¡Ah, qué hermoso! Las mujeres son más
guapas y más altas que las que vienen a vernos a casa, y aunque con sus grandes
ojos hundidos y sus mejillas inflamadas tenían un aspecto terrible, no puede
uno evitar amarlas. Dan miedo, dan ganas de llorar y, sin embargo, está uno
contento… Y luego, lo que es más singular aún, dan ganas de ir vestido de la
misma manera, de decir y hacer las mismas cosas, y de hablar con la misma voz…»
Uno de los cuatro niños, que hacía unos segundos no
escuchaba el discurso de su compañero, y que observaba con una fijeza extraña
no sé qué punto del cielo, dijo de pronto: «¡Mirad, mirad allí! ¿Lo veis? Está
sentado en aquella nubecita solitaria que avanza suavemente. Parece que él
también nos mira.»
—¿Pero quién? —preguntaron los otros.
—¡Dios! —respondió con un acento perfecto de convicción. ¡Ah,
ya está muy lejos, ya no podréis verlo. Sin duda que viaje para visitar todos
los países. Mirad, va a pasar detrás de aquella hilera de árboles que está casi
en el horizonte… y ahora baja por detrás del campanario… ¡Ah, ya no se ve! Y el
chaval se quedó un rato vuelto hacia el mismo lado, mirando la línea que separa
la tierra del cielo con unos ojos en los que brillaba una inefable expresión de
éxtasis y de nostalgia.
—¡Este está tonto con ese Dios que solo él puede ver! —dijo
entonces el tercero, cuya personilla se distinguía por una viveza y una
vitalidad peculiares. «Os voy a contar cómo me ocurrió algo que nunca os ha
ocurrido a vosotros, y que es un poco más interesante que tu teatro y que tus
nubes. Hace unos días, mis padres me llevaron de viaje con ellos, y como en el
albergue en que paramos no había camas suficientes para todos, decidieron que
yo durmiera en la misma cama que la criada.» Atrajo hacia sí a sus compañeros y
les habló en voz más baja. «Es curioso el efecto de no acostarse solo y estar
en la cama con la criada en la oscuridad. Como no me podía dormir, me divertía,
mientras ella dormía, en pasarle la mano por sus brazos, por su cuello y por
sus hombros. Tiene los brazos y el cuello más gruesos que las otras mujeres, y
la piel es tan suave, tan suave, que se diría de papel de carta o de papel de
seda. Disfrutaba tanto que habría continuado más tiempo si no hubiese tenido
miedo, miedo de despertarla, primero, y luego miedo de no sé qué. Después metí
la cabeza entre su pelo, que le llegaba a la espalda, espeso como una crin, olía
tan bien, os lo aseguro, como las flores del jardín a esta hora. ¡Probad,
cuando podáis, a hacerlo igual que yo, y veréis!
El joven autor de esta prodigiosa revelación tenía, mientras
contaba su historia, los ojos desorbitados de estupefacción por lo que aún sentía,
y los rayos del ocaso, deslizándose por los bucles rojizos de su pelo revuelto,
encendían a su alrededor como una aureola sulfurosa de pasión. Fácilmente se
adivinaba que este muchacho no perdería su vida buscando la Divinidad en las
nubes, y que la encontraría con frecuencia en otra parte.
Por último, el cuarto dijo: «Ya sabéis que yo apenas me
divierto en casa; nunca me llevan a ningún espectáculo; mi tutor es demasiado
avaro; Dios no se ocupa de mí ni de mi aburrimiento, y no tengo una hermosa
criada que mimar. A menudo me ha parecido que mi placer sería ir siempre
derecho delante de mí, sin saber adónde, sin que nadie se preocupe, y ver
siempre nuevos países. Nunca estoy bien en ninguna parte, y creo que será mejor
cualquier sitio que este en el que estoy. ¡Pues bien! En la última feria del
pueblo de al lado vi a tres hombres que viven como yo quisiera vivir. Vosotros
no os fijasteis en ellos. Eran altos, casi negros, y muy orgullosos, aunque con
andrajos, y con aspecto de no necesitar a nadie. Sus grandes ojos sombríos se volvieron
completamente brillantes mientras hacían música, una música tan sorprendente que
daban ganas bien de bailar, bien de llorar, o de las dos cosas a la vez, y que
volvería loco a cualquiera que la escuchase mucho tiempo. Uno, arrastrando el
arco sobre el violín, parecía contar una pena, y el otro, haciendo saltar un
martillito sobre las cuerdas de un pequeño piano colgado de su cuello por una correa,
parecía burlarse de la queja de su vecino, mientras el tercero chocaba de vez
en cuando los platillos con una violencia extraordinaria. Estaban tan contentos
de sí mismos que siguieron con su música de salvajes incluso después de que la
gente se dispersara. Luego recogieron la calderilla, cargaron a su espalda el
equipaje y se marcharon. Yo, como quería saber dónde vivían, los seguí de lejos
hasta la orilla del bosque, y solamente allí comprendí que aquellos hombres no
vivían en ninguna parte.
Entonces uno dijo: «¿Tenemos que levantar la tienda?»
—¡No! —respondió otro. Hace muy buena noche.
El tercero decía, mientras contaba las monedas: «Esa gente
no siente la música, y sus mujeres bailan como osos. Menos mal que antes de un
mes estaremos en Austria, donde encontraremos un pueblo más amable.
—Quizá haríamos mejor en irnos a España, porque la temporada
avanza; huyamos antes de las lluvias y mojemos solo nuestro gaznate —dijo uno
de los otros.
«Como veis, lo recuerdo todo. Después cada uno se bebió una
taza de aguardiente y se durmieron de cara a las estrellas. Me habían entrado
ganas, primero, de pedirles que me llevaran con ellos y me enseñaran a tocar
sus instrumentos, pero no me atreví, sin duda porque es siempre muy difícil
decidirse por algo, y también porque tenía miedo de ser apresado antes de salir
de Francia.»
El aspecto poco interesado de los otros tres compañeros me
hizo pensar que este muchacho ya era un incomprendido.
Lo miraba con atención; tenía en sus ojos y en la frente ese algo precozmente
fatal que generalmente aleja cualquier simpatía y que no sé por qué, excitaba
la mía, hasta el punto de que por momentos tuve la extraña idea de que podía tener un hermano que yo
mismo desconocía.
El sol se había puesto. La noche solemne había ocupado su
lugar. Los muchachos se separaron, yéndose cada uno, sin saberlo, según sus circunstancias y sus azares, a
madurar su destino, a escandalizar a sus prójimos y a gravitar hacia la gloria
o hacia el deshonor.
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