domingo, 5 de enero de 2020

Las vocaciones (XXXI)


Marc Chagall, "El violinista verde", 1924

En un hermoso jardín en el que los rayos de un sol otoñal parecían demorarse a placer, bajo un cielo ya verdoso en que las nubes de oro flotaban como continentes viajeros, cuatro hermosos chiquillos, cuatro muchachos, cansados sin duda de jugar, charlaban entre ellos.
         Uno decía: «Ayer me llevaron al teatro. En palacios grandes y tristes, al fondo de los cuales se veían el mar y el cielo, hombres y mujeres serios y tristes, pero más guapos y mejor vestidos que los que vemos por ahí, hablan con voz cantarina. Se amenazan, suplican, se afligen, y apoyan a menudo su mano en un puñal enfundado en su cinto. ¡Ah, qué hermoso! Las mujeres son más guapas y más altas que las que vienen a vernos a casa, y aunque con sus grandes ojos hundidos y sus mejillas inflamadas tenían un aspecto terrible, no puede uno evitar amarlas. Dan miedo, dan ganas de llorar y, sin embargo, está uno contento… Y luego, lo que es más singular aún, dan ganas de ir vestido de la misma manera, de decir y hacer las mismas cosas, y de hablar con la misma voz…»
         Uno de los cuatro niños, que hacía unos segundos no escuchaba el discurso de su compañero, y que observaba con una fijeza extraña no sé qué punto del cielo, dijo de pronto: «¡Mirad, mirad allí! ¿Lo veis? Está sentado en aquella nubecita solitaria que avanza suavemente. Parece que él también nos mira.»
         —¿Pero quién? —preguntaron los otros.
         —¡Dios! —respondió con un acento perfecto de convicción. ¡Ah, ya está muy lejos, ya no podréis verlo. Sin duda que viaje para visitar todos los países. Mirad, va a pasar detrás de aquella hilera de árboles que está casi en el horizonte… y ahora baja por detrás del campanario… ¡Ah, ya no se ve! Y el chaval se quedó un rato vuelto hacia el mismo lado, mirando la línea que separa la tierra del cielo con unos ojos en los que brillaba una inefable expresión de éxtasis y de nostalgia.
         —¡Este está tonto con ese Dios que solo él puede ver! —dijo entonces el tercero, cuya personilla se distinguía por una viveza y una vitalidad peculiares. «Os voy a contar cómo me ocurrió algo que nunca os ha ocurrido a vosotros, y que es un poco más interesante que tu teatro y que tus nubes. Hace unos días, mis padres me llevaron de viaje con ellos, y como en el albergue en que paramos no había camas suficientes para todos, decidieron que yo durmiera en la misma cama que la criada.» Atrajo hacia sí a sus compañeros y les habló en voz más baja. «Es curioso el efecto de no acostarse solo y estar en la cama con la criada en la oscuridad. Como no me podía dormir, me divertía, mientras ella dormía, en pasarle la mano por sus brazos, por su cuello y por sus hombros. Tiene los brazos y el cuello más gruesos que las otras mujeres, y la piel es tan suave, tan suave, que se diría de papel de carta o de papel de seda. Disfrutaba tanto que habría continuado más tiempo si no hubiese tenido miedo, miedo de despertarla, primero, y luego miedo de no sé qué. Después metí la cabeza entre su pelo, que le llegaba a la espalda, espeso como una crin, olía tan bien, os lo aseguro, como las flores del jardín a esta hora. ¡Probad, cuando podáis, a hacerlo igual que yo, y veréis!
         El joven autor de esta prodigiosa revelación tenía, mientras contaba su historia, los ojos desorbitados de estupefacción por lo que aún sentía, y los rayos del ocaso, deslizándose por los bucles rojizos de su pelo revuelto, encendían a su alrededor como una aureola sulfurosa de pasión. Fácilmente se adivinaba que este muchacho no perdería su vida buscando la Divinidad en las nubes, y que la encontraría con frecuencia en otra parte.
         Por último, el cuarto dijo: «Ya sabéis que yo apenas me divierto en casa; nunca me llevan a ningún espectáculo; mi tutor es demasiado avaro; Dios no se ocupa de mí ni de mi aburrimiento, y no tengo una hermosa criada que mimar. A menudo me ha parecido que mi placer sería ir siempre derecho delante de mí, sin saber adónde, sin que nadie se preocupe, y ver siempre nuevos países. Nunca estoy bien en ninguna parte, y creo que será mejor cualquier sitio que este en el que estoy. ¡Pues bien! En la última feria del pueblo de al lado vi a tres hombres que viven como yo quisiera vivir. Vosotros no os fijasteis en ellos. Eran altos, casi negros, y muy orgullosos, aunque con andrajos, y con aspecto de no necesitar a nadie. Sus grandes ojos sombríos se volvieron completamente brillantes mientras hacían música, una música tan sorprendente que daban ganas bien de bailar, bien de llorar, o de las dos cosas a la vez, y que volvería loco a cualquiera que la escuchase mucho tiempo. Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía contar una pena, y el otro, haciendo saltar un martillito sobre las cuerdas de un pequeño piano colgado de su cuello por una correa, parecía burlarse de la queja de su vecino, mientras el tercero chocaba de vez en cuando los platillos con una violencia extraordinaria. Estaban tan contentos de sí mismos que siguieron con su música de salvajes incluso después de que la gente se dispersara. Luego recogieron la calderilla, cargaron a su espalda el equipaje y se marcharon. Yo, como quería saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta la orilla del bosque, y solamente allí comprendí que aquellos hombres no vivían en ninguna parte.
         Entonces uno dijo: «¿Tenemos que levantar la tienda?»
         —¡No! —respondió otro. Hace muy buena noche.
         El tercero decía, mientras contaba las monedas: «Esa gente no siente la música, y sus mujeres bailan como osos. Menos mal que antes de un mes estaremos en Austria, donde encontraremos un pueblo más amable.
         —Quizá haríamos mejor en irnos a España, porque la temporada avanza; huyamos antes de las lluvias y mojemos solo nuestro gaznate —dijo uno de los otros.
         «Como veis, lo recuerdo todo. Después cada uno se bebió una taza de aguardiente y se durmieron de cara a las estrellas. Me habían entrado ganas, primero, de pedirles que me llevaran con ellos y me enseñaran a tocar sus instrumentos, pero no me atreví, sin duda porque es siempre muy difícil decidirse por algo, y también porque tenía miedo de ser apresado antes de salir de Francia.»
         El aspecto poco interesado de los otros tres compañeros me hizo pensar que este muchacho ya era un incomprendido. Lo miraba con atención; tenía en sus ojos y en la frente ese algo precozmente fatal que generalmente aleja cualquier simpatía y que no sé por qué, excitaba la mía, hasta el punto de que por momentos tuve la extraña  idea de que podía tener un hermano que yo mismo desconocía.
         El sol se había puesto. La noche solemne había ocupado su lugar. Los muchachos se separaron, yéndose cada uno, sin saberlo,  según sus circunstancias y sus azares, a madurar su destino, a escandalizar a sus prójimos y a gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor.

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