A la luz limpia de la mañana de enero, silba un tordo solitario en el caballete del tejado vecino. Pronto acuden a su llamada tenores y barítonos de la vecindad, maduras divas de huertos recoletos, esbeltos gorriones, que mezclan sus voces y llenan el momento con una improvisada y gozosa y bellísima sonata… Hasta que algo invisible enmudece sus gargantas, baten alas, alzan súbito el vuelo y se pierden en bandadas entre el azul frío.
Agradecimiento por esa armonía que amansa el corazón más asaeteado. Desconsuelo por el deleite ido. Y la vaga esperanza de que mañana vuelva a repetirse esa maravilla ‒la hora, la luz, los silbos‒ que hoy apenas te ha rozado.
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