Días atrás recibí en el móvil el enlace a un artículo del periodista Justo Barranco titulado «Llega la izquierda anti-woke», que trata sobre la llamada izquierda woke, esa izquierda tribal, no ecuménica, que ha encumbrado el victimismo individual, antes que la lucha y la superación colectiva; esa izquierda tan centrada en la identidad de género, y tan narcisista, que se ha olvidado de la Ilustración, de las libertades para todos y de la justicia social; esa izquierda, en fin, que se considera moralmente superior a todas las izquierdas y enarbola airadamente, como la extrema derecha, el conmigo o contra mí y la cultura de la cancelación (retirar el apoyo, ya sea moral, financiero, digital e incluso social, a aquellas personas u organizaciones que se consideran inadmisibles, como consecuencia de determinados comentarios o acciones, independientemente de la veracidad o falsedad de estos, o porque esas personas o instituciones transgreden ciertas expectativas que sobre ellas había, wikipedia dixit). Lo woke es la radicalización de grupos de izquierdas que se mueven por intereses exclusivos ‒animalismo, especismo, feminismos radicales, ciertas corrientes veganas, activismo climático‒, minoritarios hoy dentro de la mayoría social de izquierdas, es decir, una izquierda radical centrada en objetivos muy específicos, que la mayoría de la izquierda “tradicional” considera secundarios con respecto a otros de mayor alcance social.
Izquierda “woke”. Otro anglicismo, hijo de wake (‘despertar’), que a finales de los años 30 cristalizó en Estados Unidos en la expresión Stay woke: mantente despierto, sé consciente de lo que pasa a tu alrededor, date cuenta, toma nota del racismo imperante en tu país. Sí, la expresión era una alerta, un llamado al compromiso individual, y colectivo, contra la discriminación racial. La palabra amplió luego su carga semántica para referirse también a cualquier persona concienciada de otras situaciones de desigualdad, como las relacionadas con la orientación sexual, y a finales de la década de 2010, eran wokes los movimientos y partidos progresistas de izquierda que hacían hincapié en las políticas identitarias de las personas LGTB. La corriente woke cristalizó en colectivos elitistas y pretenciosos, que rechazan “los valores universales y las reglas neutrales, como la libertad de expresión y la igualdad de oportunidades”1. Según la filósofa Susan Neiman, los wokes, disfrazados de progresistas, defienden el tribalismo en lugar de la solidaridad, no creen en la justicia, sino en el poder, son reaccionarios y favorecen a la derecha.
Ya en los 20, woke empezó a utilizarse con sentido irónico hasta que asumió connotaciones puramente negativas en boca de la derecha y la ultraderecha ‒esa que vota a Trump y asalta el Capitolio, esa que alienta a Marine Le Pen, esa que reza rosarios en la calle Ferraz y jalea los manotazos de Ortega Smith, la que estrecha la mano de Netanyahu y de Putin‒, que arrojan la palabra como dardo peyorativo contra el enemigo común de la izquierda. La derecha, experta en la perversión del lenguaje, y de la realidad, ha intervenido en la mentalidad de los hablantes maliciando la semántica del término, que hoy tiene la misma intención insultante y menospreciadora que perroflauta.
En nuestro país, en nuestro idioma, la derecha, valiéndose de su hegemonía en los medios de comunicación, propició un proceso idéntico de desprestigio y caricaturización con la palabra progre. Creado en los años 70 como apócope de ‘progresista’, el progre de los últimos años de la dictadura y de la Transición se ubicaba políticamente en la izquierda, defendía la igualdad mujer hombre, era amante de la canción protesta y del rock, del cine social y de la literatura engagée, se consideraba heredero del Mayo francés, veía posible una transformación social por medio de la política y la cultura, soñaba un mundo más limpio y más justo, y votaba por un futuro de bienestar colectivo.
El progre de antaño, si bien ha visto cumplidas ciertas expectativas ‒consolidación de la democracia, divorcio, laicismo de la vida pública…‒, sigue hoy enfrentado ideológicamente a una derecha y a una extrema derecha que quieren dinamitar las bases democráticas de nuestro sistema con políticas de inmigración intolerantes y represivas, con el desmantelamiento de lo público ‒enseñanza, salud, vivienda, pensiones, desempleo, salario mínimo…‒, con la explotación insensata de los recursos naturales, con políticas de desigualdad y discriminación por género, con censura o prohibición de expresiones artísticas críticas con el poder, con el control de los diferentes medios de comunicación, con circuitos de clientelismo y corrupción institucional. Supongo que nadie democráticamente sensato defenderá estas políticas, sin embargo, las bocas derechistas han cargado el término progre de connotaciones negativas y lo lanzan peyorativamente como descalificación absoluta de quien no es de su cuerda.
Progre, woke. Revelan estas dos palabras actitudes sociales positivas, pues alertan contra la manipulación, contra el populismo, contra el peligro de la derecha y la ultraderecha en el poder, y sintonizan ideológicamente con unos valores conocidos por todos pero no respetados por muchos: libertad, igualdad, fraternidad.
Ante esa distorsión de la realidad, y del lenguaje, sólo caben cuatro palabras: Stay woke, sé progre.
1Cristian Zamorano Guzmán, «Qué es lo woke», en CIPER 16, 02.11. 2023.
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