Hace unos días, en conversación entre amigos y sin saber ahora por dónde vino el hilo, les hablé de Pedro Luis Zorrilla, el primer poeta que conocí en Córdoba. Yo tenía 18 años, él uno más. Fue a comienzos del verano del 74, en un pub de Ciudad Jardín, donde nos presentó una amiga común. Yo lo conocía de vista, quizá del instituto, quizá de coincidir en los cines o en las tabernas adonde íbamos los estudiantes. Tenía ya una voz ronca que impresionaba en un muchacho tan joven y tan delgado, pero no le pregunté, ni él dio explicaciones. Nos caímos bien. Enseguida hablamos de literatura y de versos. Él estaba en un grupo de poesía, se reunían con frecuencia y habían sacado ya o iban a hacerlo, una revista.
Aquel primer
encuentro con PLZ me impresionó: yo era aún poeta secreto, de tapadillo, escuchaba
canciones de Leonard Cohen y de Lou
Reed, y escribía unos versos tremebundos que jamás se me había ocurrido dar a
conocer a mis amigos, y mucho menos publicar; aquel muchacho, en cambio,
hablaba con naturalidad de poesía y de poetas, y había publicado ya uno o dos
poemas en otra revista. Creo que llegamos a intercambiamos unas cuartillas con
nuestros versos para saber lo que hacíamos: unas cosas nos gustaban, otras eran
pretenciosas u oscuras, y a otras les faltaba redondez. Después de uno o dos
encuentros más se encajó el verano y no volvimos a vernos. No supe más de PLZ
hasta que alguien me dijo que había muerto en febrero del 81. Un palo. Para esa
fecha ya sabía que aquellos poetas amigos de que habló en nuestro primer
encuentro eran Francisco Gálvez, José Luis Amaro y Rafael Álvarez Merlo, el
alma de Antorcha de paja, la revista
y la colección de poesía que marcaron época en la poesía cordobesa de los años
70.
El
domingo pasado, apenas dos semanas después de que les hablara a mis amigos de
PLZ, entré en la librería de viejo que hay en la Ribera de Córdoba y hurgando
en un estante me encontré el librito que le habían editado y prologado sus
amigos de Antorcha de paja en 1992, Desde el trapecio. No lo dudé. Pero no
lo abrí hasta esta tarde, quería leerlo en casa, en la tranquilidad de mi
habitación. Según cuenta Francisco Gálvez, el propio Pedro Luis destruyó la
mayor parte de sus poemas unos meses antes de su muerte, de manera que esta antología póstuma solo recoge 6
composiciones inéditas y otras diez publicadas entre el 72 y el 74. ¿Sería
alguno de los que me dio a leer aquel verano del 74? Es posible, pero no lo
recuerdo, aunque la posibilidad de que así fuera añadía aún más emoción a la
lectura.
En
esa época, escribir era solamente una vía de escape a mis murrias y soledades; me
gustaba sobre todo coger un buen libro y pasar la mañana o la tarde leyendo en una
plazuela o en un rincón tranquilo de la ciudad —Antonio Machado en la plaza de
la Magdalena, La realidad y el deseo
en las orillas del río, Rubén Darío en los Jardines de la Agricultura—, no
pensaba en publicar, pero con PLZ comprendí que el proceso natural de la poesía
no era apolillarse en el cajón, sino airearse y dejarse ver en letras de molde,
y decidí que algún día yo también publicaría mis versos.
Leo
ahora los de Pedro Luis con cierta melancolía —empezaba a descubrir la vida y a
expresarla líricamente: la pérdida de la infancia, el absurdo, la denuncia y la
protesta contra un sistema que nos vampiriza, la desolación existencial de un
joven rebelde, de un solitario que ama y sufre—, pero también con una serena
sonrisa íntima al reencontrarme con aquel muchacho que escribió:
Un hombre es todos los hombres
Quien ha vivido un día ha vivido todos los días
Un amor es todo el amor
Un amor múltiple es el mismo amor único
El límite no existe y el límite son todos los seres
La piel es el límite de un solo cuerpo
Todo un mundo
Un instante es todo el tiempo
Mi vida es la vida de cuanto existe
Mi muerte es la muerte de todo cuanto existe
Pero no puede ser cierto
Porque la vida y la muerte no pueden ser
incompatibles
Porque la vida siempre sigue
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