miércoles, 19 de febrero de 2020

Memoria de Manuela Polo León (3)






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En el segundo apartado se compendia en un in crescendo de positividad y eficiencia la labor de la memorialista —1920: “mis trabajos se dirigieron principalmente a la organización  escolar”; 1921: “se vislumbró algún adelanto”; 1922: “hubo más progresos”; y 1923: “está la escuela en un estado de cultura bastante brillante”—, que cuestiona implícitamente la labor de sus predecesoras, a pesar de que ella ha tenido que arreglárselas con 137 alumnas. Sí, sí, tal era el número de matriculadas en el curso 1922-1923 con doña Manuela Polo, la mayoría entre los 6 y los 9 años: lo que hoy nos parece un disparate, también lo era y parecía en 1923. Los responsables políticos no usaban expresiones como ratio, atención individualizada, calidad de la enseñanza o diversidad de capacidades, pero eran plenamente conscientes de que una maestra muy poco podía lograr con tantas niñas a su cargo.
Se imagina uno la estupefacción —¿o ya estaba acostumbrada por sus destinos anteriores?— de la maestra al entrar en la casa-escuela y encontrarse con pequeñas habitaciones-aulas con escaso mobiliario y más escaso material didáctico (pizarras, mapas y esferas terrestres, carteles con el sistema métrico, cajas de sólidos geométricos, diccionarios, láminas de anatomía humana y animal…); comprobando la edad de las niñas y sus conocimientos, organizando los grupos, preparando los contenidos y actividades; todo el día de una habitación a otra, ayudada quizá por alumnas-vigilantes, para mantener orden y silencio en aquella Babel pedagógica, y retirarse exhausta al final de la jornada con las mil y una imágenes de tantas escolares bullendo aún en su cabeza. Tal vez pueda hacerse uno idea del trabajo de aquella mujer imaginando que todo el alumnado del colegio público actual —apenas 60 escolares— es atendido durante años por una sola maestra en una casa particular del pueblo.
Reflejo de las ordenanzas académicas y de la mentalidad general de la época, la prioridad didáctica de doña Manuela parece ser la costura. Se trata, no lo olvidemos, de niñas, desde pequeñas en su casa, en la escuela, en la iglesia, más que preparadas, destinadas a los quehaceres domésticos y a servir al varón —las labores propias de su sexo—, de ahí que la maestra se refiera en primer lugar y con cierto pormenor a las labores de aguja practicadas en el curso de iniciación, a las de confección de prendas y adornos en el grado medio y en el superior, y a los logros en el bordado en blanco de las mayores, como pueden “justificar” los señores de la Junta Local de Primera Enseñanza que se dignen visitar la escuela. Pero también podrán comprobar, ese es el logro por el que se siente más íntimamente satisfecha, la excelencia y la pulcritud de los cuadernos de las asignaturas —dictado y copiado, problemas, análisis gramatical y dibujo geométrico. Aquí se acaba lo meramente académico de esta memoria—, que conformaban la enseñanza elemental, a saber: Lectura, Escritura, Principios de Gramática Castellana, Principios de Aritmética (incluido el sistema legal de medidas, pesos y monedas), Dibujo (aplicado a las labores de costura) e Higiene Doméstica.
Lo más enjundioso de la reflexión de doña Manuela se encuentra bajo el tercer epígrafe. Entre los innumerables obstáculos que dificultan su labor educativa, señala primero el excesivo número de alumnas, pues carece del don de la ubicuidad para estar a la vez con las mayores, las medianas y las más pequeñas, no tiene la capacidad de parar o dilatar el tiempo necesario para la atención individualizada que necesitan actividades como la lectura, la costura o la escritura, “en su parte correctiva”, ni posee la habilidad profesional de impartir simultáneamente, en la misma clase, asignaturas que exigen distinto “procedimiento de enseñanza” a niñas con distintas edades, capacidades y grados de conocimiento. Heroicas maestras, mujeres, aquellas.
El segundo escollo, de naturaleza socioeconómica pero con repercusión en lo académico, es el absentismo, “principalmente en las niñas de 10 a 13 años, donde se puede obtener algún fruto”. Con ese fruto se refiere la maestra, sin duda, a la posibilidad que veía en algunas de aquellas adolescentes —por sus capacidades, por sus conocimientos, por su carácter— de estudiar el bachillerato elemental, como ella, y hasta el superior, por qué no, o incluso matricularse en alguna facultad universitaria, que ya se podía hacer sin necesidad de la firma y consentimiento del mismísimo rey o del Consejo de Ministros, como sabía de mujeres que ya lo habían hecho en Madrid, en París, en Zúrich. Pero las ensoñaciones de doña Manuela topan con el muro de la realidad de una villa no perdida, pero sí aislada en el norte de la provincia de Córdoba, donde nadie, ninguna fuerza viva, ningún vecino o vecina, denuncia públicamente la condición de las mujeres como sexo débil destinado en exclusiva a las labores del hogar: ¿para qué necesitan  nuestras hijas saber Historia, Geometría o Ciencias Naturales, si se van a pasar la vida entre pucheros, cosiendo trapos, lavando ropa y limpiando suelos?
Al condicionamiento socioeconómico de la falta de asistencia añade doña Manuela la perspectiva ideológica, el concepto general que se tenía de la escuela y de la educación de las mujeres. La mayoría de familias considera la escuela un “asilo” y les importa menos la educación que reciban sus hijas que el tenerlas durante unas horas recogidas de la calle y de las inclemencias meteorológicas, como observa la maestra: “dándose el caso frecuente de que en los días lluviosos y de tempestad, la asistencia escolar es casi igual a la matrícula, y en los días espléndidos ésta disminuye considerablemente.”
Si a estos obstáculos añadimos “la corta y mezquina cantidad del presupuesto”, insuficiente para la adquisición del necesario material didáctico moderno, tendremos una idea bastante exacta del esfuerzo y de la frustración que suponía para una maestra el trabajo en una villa como la nuestra; del abandono institucional en que se encontraba el mundo rural, y de la falta de expectativas —personales, sociales, profesionales, culturales—, a que eran condenadas las mujeres.
Han transcurrido casi cien años desde que nuestra maestra redactó esta sencilla y breve memoria escolar, y cabe establecer diferencias entre el Torrecampo de 1923 y el Torrecampo de 2020, pero prefiere uno preguntarse qué habría sido de esta villa si desde que hay escuelas en ella no se hubiese excluido a las niñas, ni se las hubiera instruido solamente para la vida doméstica, y se las hubiera educado para abogadas, médicas, ingenieras de caminos, maestras, escritoras, veterinarias, políticas o para cualquier otro oficio.
La respuesta es obvia. La incultura, el analfabetismo, el desinterés por los avances científicos y técnicos, por los saberes humanísticos, son los padres del abandono y la desidia, de la superstición, del inmovilismo y de la actitud opresiva y despectiva hacia la mujer.
Estoy convencido de que doña Manuela Polo León creía en el progreso que viene de la mano del conocimiento, y sabía que algunas de sus alumnas podrían tener un futuro distinto al de la mayoría de sus compañeras si continuaran sus estudios, pero también era consciente de la realidad, así que más aún de admirar es que permaneciera en Torrecampo siete años, siete años de quijotesca soledad en lucha contra los molinos de viento del abandono y el ninguneo institucional, contra los rebaños de los prejuicios sociales, contra las burlas de quienes la consideraban una lunática por creer en la educación de las mujeres. Pero ahí está su breve memoria, su valentía personal y profesional, su declaración de la simple verdad y de la nefasta situación de la escuela de niñas en Torrecampo. In memoriam.

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