lunes, 9 de marzo de 2020

¡Ya! (XXXIV)


        Cien veces ya había salido el sol, radiante o entristecido, de esta cuba inmensa del mar cuyos bordes apenas se dejan ver; cien veces se había vuelto a hundir, brillante o sombrío, en su inmenso baño de la tarde. Desde muchos días antes podíamos contemplar el otro lado del firmamento  y descifrar el alfabeto celeste de las antípodas. Y cada uno de los pasajeros se lamentaba y gruñía. Como si la cercanía de la tierra exasperara su sufrimiento. ¿Entonces —decían—, cuándo dejaremos de dormir un sueño agitado por el oleaje, turbado por un viento que ronca más fuerte que nosotros? ¿Cuándo podremos comer carne que no esté salada, como el elemento que nos lleva? ¿Cuándo podremos pasar la sobremesa en un sillón inmóvil?
         Había quienes pensaban en su hogar, quienes echaban de menos a sus mujeres infieles y desagradables, y a su prole chillona. Estaban todos tan afligidos por la imagen de la tierra ausente que habrían —creo yo— comido hierba con más entusiasmo que los animales.
         Finalmente avistamos la costa, vimos, al acercarnos, que era una tierra magnífica, deslumbrante. Parecía que las músicas de la vida se desprendían de ella en un vago murmullo y que aquellas costas, ricas en vegetación de todas clases, exhalaban, hasta varias leguas, un delicioso olor a flores y a frutas.
         De pronto, todo el mundo estaba contento, cada cual abdicó de su mal humor. ¡Todas las querellas fueron olvidadas; todas las ofensas mutuas perdonadas; los duelos concertados se borraron de la memoria, y los rencores se disiparon como el humo!
         Únicamente yo estaba triste, inconcebiblemente triste. Como un sacerdote  a quien le arrebataran a su dios, no podía, sin una desgarradora amargura, separarme de este mar tan monstruosamente seductor, de este mar tan infinitamente variado en su aterradora simplicidad, y que parece contener en sí y representar con sus juegos, con su apariencia, con sus cóleras y sus sonrisas, los humores, las agonías y los éxtasis de todas las almas que han vivido, que viven y que vivirán.
         Al despedirme de esta incomparable belleza, me sentía abatido hasta la muerte, y por eso cuando cada uno de mis compañeros dijo «¡Por fin!», yo solo pude gritar «¡Ya!».
         Sin embargo, era la tierra, la tierra con sus ruidos, sus pasiones, sus comodidades, sus fiestas; era una tierra rica y magnífica, llena de promesas, que nos enviaba un misterioso perfume de rosas y de almizcle, y de donde las músicas de la vida nos llegaban en un amoroso murmullo.





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