Recuerdo que algunas las había comprado en el quiosco
de Manolita con el dinero —no pillaba otro— del aguinaldo o de mi cumpleaños.
Fueron los primeros ejemplares de mi biblioteca, desaparecidos hace décadas entre
mudanzas y severos escrutinios. Otras eran intercambios y préstamos de mis
amigos, Joaquín Arenas sobre todo, entusiasta también de las aventuras viajeras
de Tintín, Milou y el capitán Haddock. Recuerdo ahora las novelas de Julio
Verne, sus fantásticos, maravillosos viajes —20.000 leguas de viaje
submarino, El faro del fin del mundo, Cinco semanas en globo, La vuelta al
mundo en ochenta días, Viaje al centro de la Tierra —, recuerdo el asombro
al encontrar escritas nuestras fantasías de niños, recuerdo el interés, la
pasión con que leíamos y explicábamos los avances científicos y técnicos, recuerdo
la fascinación ante la variedad de idiomas y paisajes, de razas, vestimentas y
costumbres del planeta. Desde los pabellones de la calle Altillo, en las
siestas penumbrosas y calladas del verano, recorríamos el mundo con tebeos —Oh,
reina Sigrid de Thule— y novelas.
Recuerdo
también una palabra de Julio Verne. No leí la novela, pero sí vi la película. En
un cine de verano. No recuerdo nada más. Solo aquella palabra. Y que acudí al
diccionario. Tribulación. Las tribulaciones de un chino en China.
Viene
este infantil prolegómeno al azar, o al destino, de haber leído estas tardes de
atrás La Nieve del Almirante, una novela del escritor colombiano Álvaro
Mutis, en la que he conocido, oh feliz descubrimiento, a otro viajero asombroso,
Maqroll el Gaviero, de quien había leído y escuchado siempre palabras elogiosas
y recomendaciones para frecuentarlo.
La
Nieve del Almirante (1986) es la primera de las siete novelas que
conforman las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero, publicado en
dos volúmenes por la editorial Siruela en 1993. Este Gaviero —“denominación que
recibe el hombre de la gavia (plataforma de observación en la punta de un
mástil), aquel que tenía la posibilidad de ver más lejos en el horizonte”—, es el
arquetipo del ser errante e insatisfecho, viajero nato y contumaz emprendedor
de negocios fallidos que acaba en el desencanto, a pesar de lo cual no abdica
de los pilares filosóficos de su existencia: “Sigue a los navíos. Sigue las
rutas que surcan las gastadas y tristes embarcaciones. No te detengas. Evita
hasta el más humilde fondeadero. Remonta los ríos. Desciende por los ríos.
Confúndete en las lluvias que inundan las sabanas. Niega toda orilla” (103).
Este
primer libro sobre el Gaviero, dedicado al escritor colombiano Ernesto
Volkening, está formado por un prólogo (un narrador-editor, que se confiesa lector
de todos los papeles del Gaviero, nos cuenta el hallazgo de unas hojas
manuscritas, halladas en el bolsillo de la tapa posterior de un libro comprado en
una librería de viejo de la calle Botillers, de Barcelona; el libro en
cuestión, del escritor francés Paul Raymond, lleva por título Enquête du
prévôt de Paris sur l'assassinat de Louis, duc d'Orléans; las hojas
manuscritas contienen el diario escrito por Maqroll el Gaviero durante su viaje
río Xurandó arriba, en busca de unos aserradores más allá de la selva).
Le sigue el
texto principal, Diario del Gaviero, que abarca temporalmente del
15 de marzo al 29 de junio. Y la sección «Otras noticias sobre Maqroll
el Gaviero», integrada por cuatro textos de escasas páginas sobre el
protagonista, y publicados con anterioridad, donde apreciamos esa casual
insistencia del protagonista en unos lugares remotos y en unas empresas, cuando
menos, singulares: Cocora (estancia en una mina abandonada); La Nieve
del Almirante (en lo más alto, perdido y peligroso de la carretera de la
cordillera, una tienda bar atendida por el Gaviero con la ayuda de una mujer); El
cañón de Aracuriare (viaje a un lejano y olvidado paraje para entregar instrumentos de
precisión a dos buscadores de oro); y La visita del Gaviero (el
protagonista cuenta algunos episodios de su vida al narrador).
En el
diario se entreveran pequeños sucedidos y contratiempos de la navegación:
“De nuevo varados en los bancos de arena que se formaron en un momento mientras
orillamos para arreglar una avería”; descripciones de las orillas del Xarandó
y del curso de sus aguas: “La corriente es más fuerte y el cauce del río se va
estrechando. En las mañanas, el canto de los pájaros se oye más cercano y
familiar y el aroma de la vegetación es más perceptible. Estamos saliendo de la
humedad algodonosa de la selva, que embota los sentidos y distorsiona todo
sonido, olor o forma que tratamos de percibir. En la noche corre una brisa
menos ardiente y más leve”; noticias sobre los personajes —El Capitán:
“Siempre está en una semiebriedad, que sostiene sabiamente con dosis
recurrentes aplicadas en tal forma que jamás se escapa de ese ánimo en que la
euforia alterna con el sopor de un sueño que nunca lo vence por completo. Sus
órdenes no tienen relación alguna con la trayectoria del viaje y siempre nos
dejan una irritada perplejidad”; el práctico: “uno de esos seres con una
inagotable capacidad de mimetismo, cuyas facciones, gestos, voz y demás
características personales han sido llevados a un grado tan perfecto de
inexistencia que jamás consiguen permanecer en nuestra memoria”; el mecánico,
un indio poco hablador, reconcentrado siempre en que el viejo y asmático motor
no se pare definitivamente: “El mecánico ha llegado a conseguir del motor
proezas de cabalista”; un estonio grandullón, de nombre Ivar: “Creí sorprender
una ráfaga de inquietud, de agazapada incertidumbre, en los rostros del
práctico y del estoniano. Algo se va concretando respecto a estos dos
compinches en alguna fechoría o socios en alguna empresa sospechosa”; dos
soldados enfermos de malaria; una familia de indios selváticos: “el
hombre, la mujer, un niño de unos seis años y una niña de cuatro. Todos
desnudos por completo. Se quedaron mirando la hoguera con indiferencia de
reptiles. Tanto el hombre como la mujer son de una belleza impecable”; aforismos:
“Cada día somos otro, pero siempre olvidamos que igual sucede con nuestros
semejantes. En esto tal vez consista lo que los hombres llaman soledad. O es
así, o se trata de una solemne imbecilidad”; retazos autobiográficos y
sueños del protagonista: “Sueño que participo en un momento histórico, en
una encrucijada del destino de las naciones y que contribuyo, en el instante
crítico, con una opinión, un consejo que cambia por completo el curso de los
hechos. Es tan decisiva, en el sueño, mi participación y tan deslumbrante y
justa la solución que aporto, que de ella mana esa suerte de confianza en mis
poderes que barre las sombras y me encamina hacia un disfrute de mi propia plenitud, con tal intensidad que, cuando despierto, perdura por varios días su
fuerza restauradora”; progresivas dudas sobre el negocio con maderas que
lo ha hecho embarcarse: “Me subía por el estómago una sensación de ansiedad ya
familiar: me indica cuándo empiezo a tropezar con los obstáculos de una
realidad que había ido ajustando engañosamente a la medida de mis deseos”; comentarios
sobre el libro que va leyendo esos días de navegación fluvial: “Juan Sin
Miedo no tiene excusa válida. Al ordenar la muerte del hermano del rey de
Francia, condenó su propia raza a la inevitable extinción. Qué lástima. Un
Reino de Borgoña tal vez hubiera sido la respuesta adecuada a tantas cosas que
luego llovieron sobre Europa en una secuencia de maldición inapelable”. El
recuerdo de Conrad en El corazón de las tinieblas es inevitable.
Un
narrador admirable Álvaro Mutis, con una sorprendente precisión narrativa —“En
las noches de lluvia, el olfato me anuncia la creciente: un aroma lodoso,
picante, de vegetales lastimados y de animales que bajan destrozándose contra
las piedras; un olor de sangre desvaída, como el que despiden ciertas mujeres
trabajadas por el arduo clima de los trópicos; un olor de mundo que se deslíe
precede a la ebriedad desordenada de las aguas que crecen con ira descomunal y
arrasadora”—, de estirpe kafkiana en algunos pasajes y en el final de la
historia, que supera el realismo mágico para vindicar lo mágico de la realidad.
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