Conocí a una tal Benedicta, que llenaba la atmósfera de ideal, y cuyos
ojos esparcían el deseo de grandeza, de belleza, de gloria y de todo
lo que hace creer en la inmortalidad.
Pero
esta joven milagrosa era demasiado hermosa para vivir mucho tiempo, y murió
unos días después de haberla conocido, y fui yo mismo quien la enterró un día en que
la primavera agitaba su incensario hasta en los cementerios. Fui yo quien la
enterró bien cerrada en una caja de madera perfumada e incorruptible como los cofres
de la India.
Y
como mis ojos se quedaron clavados en el lugar donde había escondido mi tesoro,
de pronto vi a una criaturilla singularmente parecida a la difunta, que
pataleaba sobre la tierra fresca con una violencia histérica y extraña, y decía
estallando en risas: ¡Yo soy la verdadera Benedicta! ¡Yo soy la famosa canalla!
¡Y como castigo por tu locura y tu ceguera, me amarás tal como soy!
Pero yo,
furioso, le respondí: ¡No! ¡No! ¡No! Y para acentuar más mi rechazo, golpeé con
tanta fuerza la tierra con el pie que se me hundió hasta la rodilla en la sepultura
reciente, y, como un lobo pillado en la trampa, aquí sigo clavado, quizá para
siempre, a la fosa del ideal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario