El espionaje no se limita al
ámbito de las naciones; las empresas también se espían, y los equipos
deportivos, los partidos políticos, los bancos, y hasta los vecinos. El ser
humano es fisgón por naturaleza.
Por edad, uno creció en tiempos de
guerra fría, con el mundo dividido en dos bloques antagónicos
tácitamente enfrentados, y recuerda vagamente algunos nombres —Rosenberg, Kim
Philby, el caso Prófumo—, el muro de Berlín, la fuga de cerebros y los
intercambios de espías. En el blanco y negro de la televisión llegaron Superagente
86, Ser o no ser, Con la muerte en los talones, El premio, Cortina
Rasgada, El espía que surgió del frío¸ el primer dry martini
—mezclado, no agitado— de Bond, James Bond, y más tarde, en los cines,
infinidad de películas, entre las que destaco a vuelapluma las parodias Top
Secret y las aventuras de Austin Powers, la saga sobre Jason Bourne, El
puente de los espías, sin olvidar a nuestros espías nacionales, Anacleto,
agente secreto, ni a los insustituibles miembros de la TIA, Mortadelo y
Filemón. Ni, claro está, al omnipresente Villarejo y su temible archivo sonoro.
Entre bromas y veras, lleva uno toda la vida entre espías.
Tales cosas acudieron a mi cabeza
cuando leí una gacetilla en el periódico dominical. Según avanzaba en la
lectura, dudaba si estaba ante una noticia real o ante el guion de un episodio
de Blacklist, pero consulté internet y comprobé que se hablaba de ello
en los más prestigiosos medios internacionales, así que di el hecho por cierto:
un elitista grupo de piratas informáticos, APT29, conocido también como The
Dukes y Cozy Bear, ha estado husmeando y utilizando malas tretas informáticas
para tratar de acceder a los datos de
diversas instituciones y empresas farmacéuticas de Reino Unido, EEUU y
Canadá que trabajan en la búsqueda de una vacuna contra el virus de Wuhan. Sí,
espionaje industrial, nihil novum sub sole. Tecleen y descubrirán
famosos y recientes casos. Una mala praxis tipificada como delito —robo
premeditado de la propiedad intelectual, de datos confidenciales sobre
personas, de precisiones técnicas, de resultados de experimentos— en cualquier
código penal; una actividad mezcla de incompetencia, envidia e hijoputez: yo no
sé o no puedo lograr tal resultado, pero voy a espiarte, a hacer mía tu técnica
y a forrarme de billetes. Lo peor de lo peor en el ámbito de la sana y pacífica
coexistencia de entidades con un mismo fin.
Lo curioso del caso no es ya el
hecho del espionaje industrial, vieja práctica, sino el de llevarnos a los
tiempos de la guerra fría, cuando Estados Unidos y Rusia, cada uno con sus
países satélites, encabezaban la bipartición del mundo. El bloque occidental
—Estados Unidos, Inglaterra, Canadá— acusa al Kremlin, y este se limita a decir
Niet, aunque todos los indicios apuntan a que el grupo APT29 forma parte
del organigrama de los servicios secretos moscovitas. Como en los años 60.
Pero lo grave, lo verdaderamente
preocupante, tanto como este virus que nos ha dado jaque, son las aviesas intenciones
y las consecuencias económicas y sociales que podrían derivarse de que un país
se hiciera fraudulentamente con el control mundial de las vacunas contra la
COVID-19. Suena a película de espías, a impenitentes malvados que pretenden el
control del planeta, a la eficiente M de la saga bondiana y al Dr No, al Súper
de la TIA y al profesor Bacterio, al Dr. Maligno y sus ayudantes, al inepto
Johnny English, pero también a fantoches reales como Donald Trump, Vladimir
Putin o Kim Jong-un, con sus delirios y sus mentiras, sus amenazas y sus nada
secretas estrategias geopolíticas.
Foto original: EFE |
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