En marzo de 2020, la editorial Pre-Textos publicaba en su
colección «La Cruz del Sur» Una vida de pueblo, el último libro de la
poeta estadounidense Louise Glück, galardonada seis meses más tarde con el
premio Nobel de Literatura. Sobre el fondo de un inconcreto paisaje rural
—aunque pensemos en Estados Unidos, el escenario vital y emocional de estos 41
poemas es un pueblo cualquiera de un país cualquiera; no hay un solo topónimo—,
Louise Glück nos ofrece una visión realista y honesta de lo que es vivir en una
pequeña comunidad rural. No se busque el tópico menosprecio de corte y alabanza
de aldea, porque no lo hay, ni idílica o falseada visión del medio rural y
campesino. En realidad, lo mismo da vivir en el pueblo que en la ciudad. Cada
paisaje arrastra su consuelo y su castigo, su belleza y su fealdad, su cárcel y
su liberación. La felicidad es cuestión de emociones y sentimientos, no de
vivir acá o allá.
El ámbito
rural que nos presenta la poeta norteamericana está, lógicamente, mediatizado
por la Naturaleza —símbolo de lo permanente frente al mar, caracterizado por la
borradura, por la desaparición—, una instancia omnipresente en las vidas
de las personas, que impone los ciclos estacionales y meteorológicos, las
labores agrícolas, o los periodos de aislamiento o de relación social, pero que
no es el factor esencial que justifica el triunfo o el fracaso de sus vidas. La
lejanía de la ciudad, la soledad impuesta por las lluvias o por la nieve, el
hecho de vivir en una comunidad pequeña, son un obstáculo a nuestra naturaleza
relacional, comunicativa, porque somos seres políticos; pero también, y en la
misma medida, somos seres emocionales y sentimentales. Y si fallan estos dos
últimos pilares, de qué nos vale vivir entre pocos o entre millones. Creo que
por ahí van los versos de Louise Glück.
Por
otra parte, el vivir es parte de un proceso que no está completo sin el morir.
A semejanza de la Naturaleza, con la sucesión de las estaciones, de las lunas,
de los días y las noches, de la vida agrícola, marcada por las distintas faenas
según la época del año, el fin, la muerte, de un periodo o de una actividad es
otro momento cíclico de esa ronda incesante de la existencia: … nacer, vivir,
morir, renacer… Ese es el continuum. Esta concepción cíclica, unida al
tema de la brevedad, del rápido transcurrir temporal, la encontramos en varios
poemas en que el motivo de quemar las hojas secas al final del verano simboliza
el fin de un proceso: las cenizas representan la muerte tras la opulenta y
fugaz llamarada de la cosecha: Las hojas secas se prenden rápido. // Y arden
rápido; de inmediato // pasan de algo a nada.
Naturalidad
en el tratamiento de los grandes temas universales y eternos de la poesía —el
amor (desde el puro sentimiento adolescente, tan parecido a la amistad, hasta
el amor vacío tras años de matrimonio), el paso del tiempo (la mujer que en un
día primaveral tiende su ropa a secar y cae en la cuenta de lo vieja que es),
el paisaje (desprovisto de todo elemento folclórico, obtusamente, ciegamente,
nacionalista o lugareño), la soledad, la tristeza o la sensación de pérdida o
de derrota, la presencia de la muerte—; cercanía afectiva a los protagonistas
poemáticos; cotidianeidad de los hechos y situaciones, ausencia de alharacas estilísticas, y sin embargo,
un profundo, elaborado y conmovedor
lirismo, que reside en la honestidad artística, en la sensación veraz de los
espacios y de las voces poéticas, en la presencia de un lenguaje coloquial y de
una mirada que no distancia sino acerca.
El hombre
resignado a la vida en el pueblo —A mi entender, te sale mejor quedarte; //
así, los sueños no te hieren—, porque la ciudad tampoco es la salvación; la
pareja que acaba instalada en el silencio y en la falta de ternura —Cuando
éramos jóvenes, era diferente, // mi esposo y yo estábamos enamorados. Lo único
que queríamos // era tocarnos—; la mujer, el hombre, qué más da, que llega
a su casa al anochecer y en cada rincón, en cada sombra, ve un símbolo de su
fracaso, porque nada honorable ni digno hay en su trabajo —meter cuentas de
colores en tubos de plástico— o en su vida —[La sombra del escritorio en el
suelo] Me dice que, quien sea que viva aquí, está condenado; el chico
sincero, inteligente, que con sus preguntas y comentarios pone nervioso al
sacerdote cristiano que lo confiesa, porque —quiere saber // lo que hace Jesús con todo el dinero que
recibe por bienes raíces, // no sólo en este pueblo, sino en todo el país—,
o se cuestiona el celibato —si ama tanto a las familias // por qué el
sacerdote no se casó como sus padres, continuando el linaje de que venía—;
la lombriz que aconseja pensar de otra manera, aprender a despojarse del yo, de
los sentidos —No es triste no ser humano, // tampoco el vivir enteramente
bajo la tierra // es degradante o vacío—; el murciélago que nos propone
aprender a ver en la oscuridad deshaciéndonos de nuestro ego y liberándonos de
la cárcel del ojo —para abrirle un espacio a la luz, // el místico cierra
sus ojos, la iluminación // que busca
destruye // a las criaturas que dependen de las cosas—; o la mujer mayor
que reflexiona sobre la relación con su cuerpo: no es la tierra lo que
extrañaré, // eres tú lo que extrañaré. Estos son algunos de los personajes
que encontramos en los poemas de Louise Glück, y que considero otro acierto del
libro: la capacidad, el don, de la poeta para disgregarse en los otros y
hacernos escuchar una multiplicidad de voces.
Hablaba
antes de la falta de una geografía genuinamente americana y de la ausencia de
un nacionalismo del espacio físico, lo que confiere universalidad al paisaje
—la montaña, la llanura, el río—, en cambio, sí encuentro algo muy
estadounidense en estos poemas; lo norteamericano no es la ubicación
geográfica, sino el cinematografismo, la expresión de las emociones por medio
de historias, la íntima fusión de géneros (lírica y épica), la sensación de
estar, no ante una fotografía o un cuadro, sino ante auténticos cortos
en que la cámara, la mirada afectuosa de Louise Glück, se acerca a niños,
jóvenes, adultos y viejos, cuyos sentimientos y estados de ánimos nos presenta
delicadamente, con cálida ironía a veces, sin dramatismo, como podemos
comprobar en «Los olivos», donde un hombre,
en los descansos de su trabajo, toma el sol y fuma apoyado en una pared de
ladrillos orientada al sur mientras reflexiona sobre Naturaleza —a la que
compara con las aceitunas en el árbol: para mí, así es toda la naturaleza,
inútil y amarga. // Es como una trampa, y caes en ella por culpa de los olivos,
// porque son hermosos—; sobre su matrimonio —Ella ama el pueblo;
extraña a su madre cada día. // Extraña su juventud. Cómo nos conocimos y
enamoramos. // Cómo nacieron allí nuestros niños. Sabe que nunca regresará, //
pero sigue esperando—; y sobre la vida en la ciudad:
Pero hay verdades que arruinan una diva; del mismo modo
algunas mentiras
son generosas, cálidas y cómodas. Como el sol sobre la pared de ladrillos.
Este mundo rural, asumido por los sentidos —el olor del tomillo y del romero, el gusto de las comidas caseras, el rumor del viento en los campos de trigo, el primer contacto con otro cuerpo, las estrellas reflejándose en el río—, marcha además a un tempo tranquilo, y, como en la Naturaleza, continuo y cíclico. La vida humana también responde a ese modelo y es comparable por ello a la opulenta cosecha: durante algunas semanas hay demasiado: // antes y después, nada. Entre ese antes y ese después, el mundo efímero y esperanzador de nuestras pasiones.
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