domingo, 20 de diciembre de 2020

La vida rural y plural de Louise Glück

 


               En marzo de 2020, la editorial Pre-Textos publicaba en su colección «La Cruz del Sur» Una vida de pueblo, el último libro de la poeta estadounidense Louise Glück, galardonada seis meses más tarde con el premio Nobel de Literatura. Sobre el fondo de un inconcreto paisaje rural —aunque pensemos en Estados Unidos, el escenario vital y emocional de estos 41 poemas es un pueblo cualquiera de un país cualquiera; no hay un solo topónimo—, Louise Glück nos ofrece una visión realista y honesta de lo que es vivir en una pequeña comunidad rural. No se busque el tópico menosprecio de corte y alabanza de aldea, porque no lo hay, ni idílica o falseada visión del medio rural y campesino. En realidad, lo mismo da vivir en el pueblo que en la ciudad. Cada paisaje arrastra su consuelo y su castigo, su belleza y su fealdad, su cárcel y su liberación. La felicidad es cuestión de emociones y sentimientos, no de vivir acá o allá.

            El ámbito rural que nos presenta la poeta norteamericana está, lógicamente, mediatizado por la Naturaleza —símbolo de lo permanente frente al mar, caracterizado por la borradura, por la desaparición—, una instancia omnipresente en las vidas de las personas, que impone los ciclos estacionales y meteorológicos, las labores agrícolas, o los periodos de aislamiento o de relación social, pero que no es el factor esencial que justifica el triunfo o el fracaso de sus vidas. La lejanía de la ciudad, la soledad impuesta por las lluvias o por la nieve, el hecho de vivir en una comunidad pequeña, son un obstáculo a nuestra naturaleza relacional, comunicativa, porque somos seres políticos; pero también, y en la misma medida, somos seres emocionales y sentimentales. Y si fallan estos dos últimos pilares, de qué nos vale vivir entre pocos o entre millones. Creo que por ahí van los versos de Louise Glück.

            Por otra parte, el vivir es parte de un proceso que no está completo sin el morir. A semejanza de la Naturaleza, con la sucesión de las estaciones, de las lunas, de los días y las noches, de la vida agrícola, marcada por las distintas faenas según la época del año, el fin, la muerte, de un periodo o de una actividad es otro momento cíclico de esa ronda incesante de la existencia: … nacer, vivir, morir, renacer… Ese es el continuum. Esta concepción cíclica, unida al tema de la brevedad, del rápido transcurrir temporal, la encontramos en varios poemas en que el motivo de quemar las hojas secas al final del verano simboliza el fin de un proceso: las cenizas representan la muerte tras la opulenta y fugaz llamarada de la cosecha: Las hojas secas se prenden rápido. // Y arden rápido; de inmediato // pasan de algo a nada.

            Naturalidad en el tratamiento de los grandes temas universales y eternos de la poesía —el amor (desde el puro sentimiento adolescente, tan parecido a la amistad, hasta el amor vacío tras años de matrimonio), el paso del tiempo (la mujer que en un día primaveral tiende su ropa a secar y cae en la cuenta de lo vieja que es), el paisaje (desprovisto de todo elemento folclórico, obtusamente, ciegamente, nacionalista o lugareño), la soledad, la tristeza o la sensación de pérdida o de derrota, la presencia de la muerte—; cercanía afectiva a los protagonistas poemáticos; cotidianeidad de los hechos y situaciones, ausencia de  alharacas estilísticas, y sin embargo, un  profundo, elaborado y conmovedor lirismo, que reside en la honestidad artística, en la sensación veraz de los espacios y de las voces poéticas, en la presencia de un lenguaje coloquial y de una mirada que no distancia sino acerca.

            El hombre resignado a la vida en el pueblo —A mi entender, te sale mejor quedarte; // así, los sueños no te hieren—, porque la ciudad tampoco es la salvación; la pareja que acaba instalada en el silencio y en la falta de ternura —Cuando éramos jóvenes, era diferente, // mi esposo y yo estábamos enamorados. Lo único que queríamos // era tocarnos—; la mujer, el hombre, qué más da, que llega a su casa al anochecer y en cada rincón, en cada sombra, ve un símbolo de su fracaso, porque nada honorable ni digno hay en su trabajo —meter cuentas de colores en tubos de plástico— o en su vida —[La sombra del escritorio en el suelo] Me dice que, quien sea que viva aquí, está condenado; el chico sincero, inteligente, que con sus preguntas y comentarios pone nervioso al sacerdote cristiano que lo confiesa, porque —quiere saber //  lo que hace Jesús con todo el dinero que recibe por bienes raíces, // no sólo en este pueblo, sino en todo el país—, o se cuestiona el celibato —si ama tanto a las familias // por qué el sacerdote no se casó como sus padres, continuando el linaje de que venía—; la lombriz que aconseja pensar de otra manera, aprender a despojarse del yo, de los sentidos —No es triste no ser humano, // tampoco el vivir enteramente bajo la tierra // es degradante o vacío—; el murciélago que nos propone aprender a ver en la oscuridad deshaciéndonos de nuestro ego y liberándonos de la cárcel del ojo —para abrirle un espacio a la luz, // el místico cierra sus ojos, la iluminación  // que busca destruye // a las criaturas que dependen de las cosas—; o la mujer mayor que reflexiona sobre la relación con su cuerpo: no es la tierra lo que extrañaré, // eres tú lo que extrañaré. Estos son algunos de los personajes que encontramos en los poemas de Louise Glück, y que considero otro acierto del libro: la capacidad, el don, de la poeta para disgregarse en los otros y hacernos escuchar una multiplicidad de voces.

            Hablaba antes de la falta de una geografía genuinamente americana y de la ausencia de un nacionalismo del espacio físico, lo que confiere universalidad al paisaje —la montaña, la llanura, el río—, en cambio, sí encuentro algo muy estadounidense en estos poemas; lo norteamericano no es la ubicación geográfica, sino el cinematografismo, la expresión de las emociones por medio de historias, la íntima fusión de géneros (lírica y épica), la sensación de estar, no ante una fotografía o un cuadro, sino ante auténticos cortos en que la cámara, la mirada afectuosa de Louise Glück, se acerca a niños, jóvenes, adultos y viejos, cuyos sentimientos y estados de ánimos nos presenta delicadamente, con cálida ironía a veces, sin dramatismo, como podemos comprobar en «Los olivos», donde un  hombre, en los descansos de su trabajo, toma el sol y fuma apoyado en una pared de ladrillos orientada al sur mientras reflexiona sobre Naturaleza —a la que compara con las aceitunas en el árbol: para mí, así es toda la naturaleza, inútil y amarga. // Es como una trampa, y caes en ella por culpa de los olivos, // porque son hermosos—; sobre su matrimonio —Ella ama el pueblo; extraña a su madre cada día. // Extraña su juventud. Cómo nos conocimos y enamoramos. // Cómo nacieron allí nuestros niños. Sabe que nunca regresará, // pero sigue esperando—; y sobre la vida en la ciudad:

 Sé que aquí las cosas son difíciles. Y los propietarios, sé que a veces mienten.

Pero hay verdades que arruinan una diva; del mismo modo

algunas mentiras

son generosas, cálidas y cómodas. Como el sol sobre la pared de ladrillos.

             Este mundo rural, asumido por los sentidos —el olor del tomillo y del romero, el gusto de las comidas caseras, el rumor del viento en los campos de trigo, el primer contacto con otro cuerpo, las estrellas reflejándose en el río—, marcha además a un tempo tranquilo, y, como en la Naturaleza, continuo y cíclico. La vida humana también responde a ese modelo y es comparable por ello a la opulenta cosecha: durante algunas semanas hay demasiado: // antes y después, nada. Entre ese antes y ese después, el mundo efímero y esperanzador de nuestras pasiones.

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