No recordaba haberlo comprado ni recibido como regalo, pero ahí estaba, entre la inquietante El hombre que amaba a los niños, de la australiana Christina Stead y el clásico Rojo y negro de Stendhal. En la portada en blanco y negro de la editorial Nórdica, una fotografía del suizo René Barri –famoso retratista del Che Guevara sonriente, habano en la boca– en la que se ve a un adolescente sentado en un suelo cubierto de hierbas, flexionadas las piernas en uve, apoyados los codos en las rodillas, en la mano derecha lo que parece un emparedado. El muchacho viste pantalón oscuro y camisa clara, desabotonada hasta más abajo del esternón. Es de piel morena, chicano, quizá. Mira serio a la cámara. Debe lucir un sol rutilante, porque ha fruncido el ceño para protegerse de la mucha luz. En el lugar de los ojos, dos sombras negras, ovaladas, como si llevara un antifaz. Detrás de él, a la derecha, la trasera de un autobús de los años 40 o 50 –los vi de ese tipo en los primeros 60, en Esparragal, y viajé un par de veces en uno de ellos–, la trasera, digo, desenfocada por la velocidad del vehículo en el momento del clic del fotógrafo. Al fondo, detrás del muchacho, un paisaje de suaves ondulaciones con un solitario árbol allá en la lejanía.
martes, 7 de octubre de 2025
Vidas perdidas
Ahora que observo la imagen de la portada del libro –John Steinbeck, El autobús perdido– me doy cuenta de lo bien elegida que está, de como anuncia en gran parte la historia que nos aguarda a bordo de ese autobús.
La novela comienza –Steinbeck sabía cómo empezar una historia: nadie que haya leído Las uvas de la ira olvidará el relato de la sequía que obliga a los Joad a abandonar su granja en Oklahoma en busca del paraíso de California– en un cruce de carreteras californiano, en Rebel Corners: gasolinera, taller mecánico, bar restaurante y, ocasionalmente, alojamiento de viajeros, regido por Juan Chicoy –madre irlandesa, padre mexicano, mecánico y chófer de autobús– y por su esposa Alice, alcohólica, ayudados por una camarera, Norma, prima fingida de Clark Gable que sueña con viajar a Hollywood y convertirse en estrella del cine, y por Pimples, un adolescente de 17 años, marcado por el acné y por la pulsión sexual como imponen las hormonas en tal edad.
Una vez reparado por Juan Chicoy el viejo autobús «Sweetheart», es hora de conocer a los viajeros, de disfrutar de la maestría de Steinbeck al trazar retratos de personajes: el señor Pritchard, próspero empresario, prototipo del self made man; su mujer, Bernice, frígida mojigata con sempiterna jaqueca, y su hija Mildred, una mosquita muerta; los tres van camino de unas vacaciones en México. El joven Ernst Horton, veterano de la II Guerra Mundial en Europa, emprendedor, solitario, optimista de más y viajante de artículos de broma. El viejo y malhumorado Van Brunt –sus razones tiene el pobre hombre– experto en objetar.
Tras un salto a la estación de autobuses de San Ysidro, donde conoceremos al ligón de Louie, un cerdo machista para quien las mujeres son unas guarras, y a una misteriosa y atractiva rubia, que adoptará el nombre de Camille, volvemos de nuevo a Rebel Corners, al autobús y tomamos rumbo a San Juan de la Cruz por una carretera abandonada.
El autobús perdido es una novela de personajes, una historia contada por un narrador superomnisciente, superobservador, capaz de deleitarnos con la descripción de un trago de whisky, de unos zapatos, o de la geografía interior de unos personajes disconformes, insatisfechos con la vulgaridad de sus vidas.
Y de sus sentimientos. Porque ninguno de ellos tiene una vida emocional plena y reconfortante. Adolecen de las mismas carencias y frustraciones: en el amor y en el sexo, en el trabajo, en sus relaciones sociales, en el lugar donde quieren vivir. No sólo comparten el mismo espacio –autobús– y el mismo destino geográfico inmediato –San Juan de la Cruz–, los aúna también idéntica certeza del fracaso, del desencanto de sí mismos, el reconocimiento de unas vidas malogradas.
Existe el mito del sueño americano. Y existe el desengaño. La vida es más Steinbeck que Rockefeller.
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