Días del quinto de bachillerato en la academia Lope de Vega. Las clases de don José Villatoro —calvo prematuro, manchas blancas en la cara, en las manos, en el cuello; vello espeso en los brazos, en el pecho, en el cogote, gafas de concha negras— con las declinaciones griegas y el presente de eimí, la reduplicación y el aoristo, las primeras frases de la crestomatía en la lengua de Homero. Fue lo único que aprendí ese año.
Aquel
curso me enamoré también de tres muchachas — no recuerdo el nombre de la
segunda, sí el de la tercera, nunca supe el de la primera— y descubrí el olor a
sexo que emanaba desde el fondo en penumbra de algunas casas de la calle de la
Feria.
Aprendí
en esos meses una palabra. Vino en los labios de mi segunda enamorada, una niña
bien a la que le importaba un pimiento todo, y menos yo. Fue un amor tibio el
mío, ignorado por ella más que no correspondido, que desapareció como una
burbuja la mañana en que en lugar de
ponerle hora y lugar a la cita que me había atrevido a pedirle salió con
la historia de la pelea con uno de sus hermanos y del lapo que le tiró y se le
quedó colgando no sé dónde.
No la había
oído nunca. Sabía lo que era un escupitajo, un gargajo, un pollo, una flema, un
salivazo, pero ¿un lapo?. Aquella palabra en los amados labios obró el
prodigio. Y súbito desapareció el amor y me quedé mirando la espalda, el pelo
largo, fragante, recortado a tiralíneas, de su compañera de pupitre, hasta que
se volvió y se cruzaron nuestras miradas y volví a caer herido por la flecha. Fue
mi tercer penoso amor de la temporada.
De habérselo
oído a mi madre mientras limpiaba la casa o preparaba la comida, quizá en la radio, o en alguna película, algún día en alguna
taberna mientras esperaba a que mi padre se tomara la última, conocía el
estribillo. Pero ellos lo hicieron distinto y divertido: flamenco, pop, blues,
rock progresivo y psicodélico. Unos sevillanos underground de finales de los sesenta.
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