¿La causa de este confuso asunto? Ciertos reparos ‒o retraso‒ de EEUU ante la solicitud israelí de material bélico por valor de 50 millones de dólares. Al parecer, la decisión del embargo al Oriente Medio ha sido ¿sugerencia? del embajador israelí en Washington, para evitar que se armen los países de la Liga Árabe. Unos meses después, en octubre del 56, Israel, con la ayuda de Reino Unido y Francia, invade Egipto y ocupa el Sinaí. 67 años ‒toda mi vida‒ desde entonces e Israel continua en guerra con sus vecinos.
Alentada por las propuestas sionistas de Theodor Herlz, la primera ola de judíos de la diáspora se asienta en Palestina en 1881. En ese momento, la población judía apenas llegaba a los 24.000 habitantes, pero después de sucesivas oleadas de inmigración ‒aliá‒, la población supera los 9,5 millones de personas en un territorio ‒ocupado‒ de 22.000 km2, equivalente a la provincia de Badajoz, mientras que la población palestina no llega a los 5,5 millones, repartidos en dos áreas, franja de Gaza y Cisjordania, de 6.000 km2, superficie aproximada a la provincia de Alicante.
La historia contemporánea de Palestina es la de un genocidio prolongado en el tiempo, la de una guerra con la que el estado israelí persigue borrar del mapa a los árabes palestinos. En lugar de agradecer la acogida en una tierra que ya no les pertenecía, de respetar los derechos palestinos, o de de buscar la concordia y las relaciones de buena vecindad, el estado israelí ha ido anexionándose territorio, entablando guerra con sus vecinos, negando el pan y la sal a todo aquel que no comparte su sionismo okupa, opresor y destructivo.
Desde octubre de 2023 asistimos a un nuevo recrudecimiento de esa guerra de aniquilación de palestinos en la que vale todo: bombardeos, falta de combustible y medicamentos en hospitales y centros de acogida, de agua y comida, cierre de pasos fronterizos, desplazamiento forzado de miles de personas hacinadas en condiciones inhumanas en la devastada franja de Gaza: Medio millón de civiles se encuentran al borde de la hambruna en la Franja palestina, donde las lluvias invernales anegan refugios y campamentos, es uno de los titulares del día. Pero al estado de Israel le importan un bledo las reconvenciones de la ONU, los reproches de algunos mandatarios o de la UE, las manifestaciones en contra en numerosas ciudades del mundo, la acusación de crímenes de guerra y de lesa humanidad, con el agravante, además, de políticos como el presidente estadounidense o el canciller alemán que prontamente apoyaron la actuación genocida del gobierno israelí.
Apoyado en su potente ejército, Israel prosigue la ocupación de territorios ajenos y el exterminio de la población palestina. Cuenta, además, con el apoyo incondicional de EEUU, que ha llegado a reprocharle el bombardeo de la población civil y el incumplimiento de las normas internacionales sobre ayuda humanitaria, aunque por otro lado le sigue proporcionando material bélico: EEUU aprueba la venta de armas a Israel por valor de 147 millones de dólares sin pasar por el Congreso.
El mismo contubernio judeo-estadounidense que en febrero de 1956. Se cierra así otro círculo viciado, el de la belicosidad del estado israelí, y el del gran negocio de la guerra en manos de unas pocas empresas estadounidenses, cuya actividad nos recuerda aquel violento manifiesto futurista de Filippo Tommaso Marinetti que proclamaba en febrero de 1909, desde las páginas de Le Figaro: “Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas”. Sólo que ahora no hablamos de arte, de literatura, sino del negocio más lucrativo del mundo, que consiste en legitimar la necesidad de tener un ejército bien pertrechado, provocar guerras de vez en cuando, probar nuevas armas, arrasar países y luego reconstruirlos, en un cínico ejercicio de corrupción y degradación moral que merecen nuestra repulsa más contundente.
Cuesta trabajo entender el carácter belicoso de ciertos países y la legitimidad que se arrogan para encender o alentar un conflicto armado. No es cierto que con el avance de los tiempos y el progreso tecnológico los gobiernos tiendan al pacifismo, al bienestar colectivo y prefieran que sus ciudadanos hagan el amor en lugar de la guerra. Teclee el lector en el buscador de internet la secuencia “guerras de EEUU” y se sorprenderá de la cantidad de ellas en que ha intervenido. En cuanto a Israel, ocho guerras oficiales desde su creación en 1948, más las innúmeras escaramuzas, matanzas, expediciones de castigo y operaciones encubiertas de las que apenas tenemos noticia. Ambos son estados belicosos. Estados guerreros, que además nos están acostumbrando a seguir en directo sus guerras y que nos anestesian con su información sesgada, desde su perspectiva exclusiva, que los presenta como salvadores de la democracia y paladines de la lucha contra el mal en el mundo.
Tiempos convulsos estos, como aquellos del 56 en que nací un 18 de febrero a las nueve de la mañana. Vivíamos entonces en la Huerta de Santa Isabel, con vistas al Silo y a la “Residencia Nueva”, como se la llamaba entonces, que se inauguró poco después. La casa principal era una construcción rectangular con dos plantas ‒nosotros ocupábamos la primera; la planta baja se reservaba a los señores, que nunca aparecieron por allí‒ y hacía ele con una construcción más baja donde vivían Cachero, el aparcero, y los suyos. Guardo algunas fotografías borrosas de aquellos primeros años en la huerta, con los rostros jóvenes y felices de mis padres, de mis tíos, del abuelo Anselmo conmigo en brazos, con mi hermana Ángela.
Es posible que mi padre y mi abuelo hojearan ese día un ejemplar del diario Córdoba. Fantaseo con la posibilidad de que aquel gélido 18 de febrero de 1956 ojearan los mismos titulares que yo leo 67 años después en la pantalla del ordenador. Y me pregunto qué pensarían del nuevo estado de Israel y de los árabes de Palestina. ¿Estarían ellos dos de acuerdo? ¿Lo estarían conmigo?
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