martes, 7 de julio de 2009

A la mano cerrada llaman puño (Homenaje a Pedrogrullo)

Quien escribe persigue un estilo, una manera. La novedad, la originalidad, es una exigencia del contar, no del cuento, de la historia en sí. Lo importante del ser humano ya ha sido tratado de antiguo: cambia lo circunstancial –el ambiente, el lenguaje contemporáneo del escritor-, pero no el alma, la esencia de lo que cuenta.
De la miseria y de la grandeza del ser humano está escrito todo (en los clásicos, en los modernos y en los contemporáneos). El meollo, la almendrilla de la literatura es, paradoja, lo externo, lo cambiante, la superficie, las palabras: un escritor no es los temas que trata, sino cómo los escribe.
Con los maestros se aprende a explorar otra manera de decir lo que ellos han escrito, y por mucho que a un escritor le guste otro, no puede, no debe, imitarle la manera: escribir es buscar.

jueves, 2 de julio de 2009

Comentario a un comentario


Páginas atrás, un anónimo dejó un comentario en el que me aconsejaba que dejara de escribir y me pusiera a trabajar en un banco.
Debe de tratarse, me dije en primera instancia, de un pope de la literatura, de alguien acostumbrado a que su palabra vaya a misa y siente cátedra y condicione y oriente y decida el quehacer de los escritores de este país; un sumo sacerdote de la crítica, un infalible papa cuyo juicio y sentencia dictamina quién vale y quién no en esto de la escritura. Pero no creo –deduje- que la cosa vaya por ahí: qué hace una vaca sagrada del negocio editorial, un áulico consejero, un ojeador de primera división, visitando –me pregunté- estas páginas de un escritor rural, que sólo es conocido en su casa y por unos cuantos amigos. No puede ser, concluí.
Se tratará entonces, divagué, de un lector empedernido y sensible, de un enamorado de la literatura, que no ha encontrado en mis escritos la grandeza de Cervantes, de Tolstoi o de Baudelaire. Y qué esperaba.
Podía haber seguido especulando, incluso haberle respondido de inmediato con el fin de sacarle o sonsacarle quién era y por qué me aconsejaba ingresar en el gremio de los bancarios, pero decidí no darle más vueltas al comentario: el mundo de la literatura no es distinto al de la música, la pintura o la albañilería: gustos, para todo. Y para todos. Así que no haré ni una cosa ni la otra: seguiré escribiendo y dando clases, como vengo haciendo desde hace más de veinticinco años.
Y valgan de coda –que no de coña- estos versos de Eugenio de Andrade, que tengo presentes en mi vida desde la primera vez que los leí:

NA ESTRADA DE SAN LORENZO DEL ESCORIAL

Pela estrada de S. Lourenço,
a caminho de Madrid,
a tua boca tão perto da minha
que podía seguir
o minucioso trabalho do crepúsculo,
eu falava-te das pequenas praças de Lagos,
dos muros brancos de Cacela,
porque sou um homem que não abdica da luz,
que não abdica, que não
abdica.

lunes, 15 de junio de 2009

De butticula brevitate

En el Campo de la Verdad el verano empezaba cuando mamá nos traía de la plaza el botijito de La Rambla, un bucarillo precioso, blanco, deslumbrante al sol de junio, áspero al tacto, con polvo aún y quizá unas esquirlas de arcilla seca en su interior, que unas veces salían y otras no. Había que curarlo con agua unos días, hasta que aprendiera a sudar y a dar agua fresca, pero ganaba la impaciencia y después del primer enjuague, el piporro entraba en batalla.

 Los hermanos andábamos búcaro en mano todo el rato, aprendiendo a beber a chorro, vaciándolos y llenándolos en el grifo de la pila, derramándolos, espurreándonos entre risas y carreras por la galería.  Pero a veces, la vida del botijo era fugacísima y no llegaba a la primera siesta. Entonces venían las lágrimas ante los tiestos esparcidos por el suelo, y vagábamos compungidos por la casa, desconsolados ante un verano que nada más comenzar había hecho añicos aquella alegría infantil del agua y las ropas empapadas. 

*

martes, 19 de mayo de 2009

Prosa de una tarde de domingo

... fuera está hermosa la tarde
después de la lluvia y deja un haz
de luz amarilla por la ventana

revolotean los pájaros
en un fondo de nubes blancas
y un soplo fresco mece la copa
del olivo y las glicinias

canta un mirlo por los tejados

en la televisión cuatro alevosos
malvados tienen acorralado al héroe,
un joven informático que ...

dejémoslo ahí ...

miro el reloj, la casa está sola,
enciendo otro cigarro y
vuelvo a mis musarañas ...

pasa lenta la tarde sin ti ...

lunes, 4 de mayo de 2009

Feria de abril en Córdoba


      Un librero amigo me dijo a la mañana siguiente que el señor Gala abandonó pronto el real después de cincuenta firmas y adivinar que pocas más iba a echar en vista del escaso público; el sábado por la tarde, antes de mi debut, oí a otra librera amiga decirle al presidente del gremio y organizador del evento el churro de feria que estaba saliendo y que tenían que hablar del asunto en crítica asamblea.
 Cuando se acercó apresurado a saludar, el presidente masculló de entrada el si lo sé no vengo y el a mí no me pillan en otra, maldijo luego el jardín –el trajín- en que se había metido, se nos quejó por ser la chacha para todo y súbito desapareció con la urgencia de reponer el papel higiénico en los urinarios. Entre una y otra gestión volvió para decirnos que abreviáramos y que a las siete menos diez, estoconazo y puntilla, que venía Rosa Aguilar con Antonio Gala, que traían seguridad, que los guardias… que a desalojar.
 Si no se me había alterado la tensión al conocer que mis libros habían pasado toda la feria metidos en una caja, menos iban a hacerlo ahora las prisas, las figuras y los figurones.
 Minutos después de las seis, se anunció por los altavoces y comenzó lo nuestro: sobrio, aplicado, sabiendo estar y cumplir, el peón de briega, Francisco Onieva, el poeta amigo que se ha prestado a apadrinarme en el coso califal. Breve también la faena de uno en el círculo de amigos presentes (más los ausentes presentes in pectore, que también cuentan para el convocante), algo deslucida, sin ángel, quizá porque no llevaba nada escrito, quizá porque el aire abrileño no acompañaba. 
 Con la guardia comprobando ya la seguridad del recinto y organizando la entrada estelar, abandonamos el real y se nos pasó la tarde en un café hablando a tres tiempos: alguna anécdota de los dieciséis, de nuestras vidas de ahora y de próximos encuentros.
 Como no iba uno a la feria a vender, sino a presentar el libro y a estar un rato con sus amigos, volvió a su pueblo más que satisfecho. Ese es el triunfo que me traigo y el mejor recuerdo.