jueves, 24 de diciembre de 2009

Ensalada navideña

Debo encontrarle un adjetivo –un isótopo- al libro de Sánchez Ferlosio que he empezado a leer esta noche: un escritor, un intelectual de alto vuelo metido a lingüista, cavilando sobre positivos y superlativos, sinónimos, sufijos, significaciones e isotopías. De momento, conceptualización y estilo científico.
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La Poesía, en el JRJ de La estación total, es conciencia, creación, unidad y plenitud del mundo. Metapoesía. Metafísica. Metanoia. JRJ en el cielo de la Poesía. De la vida. De sí mismo.
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Antes de irse a trabajar, mi mujer entra en la habitación donde trabajo. Me encuentra con la mesa y alrededores repleta de libros, enfrascado en las traducciones de las últimas cartas de Fran Kafka. Qué haces, me pregunta:
—Ya ves, kafkármela —y le sonrío y dejo los diccionarios y los papeles y le doy un sonoro beso de despedida.
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Escribir a ventura seríe grant folía, asegura el fraile benedictino Gonzalo de Berceo refiriéndose a que no se atreve a inventar después que se le ha perdido el manuscrito latino que traducía y adaptaba a la lengua romance. Nuestro primer escritor de nombre conocido respeta el principio libresco de la clerecía, pero le aprieta el cíngulo y le hace un nudo personal. Continúa la tradición –la ingenua intención- de los milagros marianos, pero prescinde del latín para contárselos a sus paisanos y a los romeros que aparecen por su monasterio. Éste es su primer atrevimiento, su primera sensatez literaria: el pueblo es analfabeto, y ni lee ni habla latín, escribámosle, hablémosle, en la lengua que utiliza a diario. Contemporicemos. Ese o parecido argumento debió utilizar nuestro clérigo secular para convencer a su abad del uso de la lengua romance en el cuento de sus milagros y hagiografías. No inventó el asunto de sus obras, pero sí dio comienzo a una lengua literaria. Cambió de lengua para escribir y contribuyó el primero en el prestigio culto de un idioma que ya se venía hablando. No es pequeño el logro de este fraile.
Berceo tiene gracia para decir que inventar lo que no viene en el libro es una locura artística, sin embargo, él mismo introduce en sus narraciones añadidos personales, cae en la grant folía de incorporar elementos que no venían en los libros latinos: tipos, anécdotas, pinceladas costumbristas y paisajísticas, algún dialectalismo terruñero, que hacían más de la tierra, más cercanas, sus sencillas y ejemplares historias.
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Barrio
Ha estado bien el paseo nocturno bajo la lluvia. No me sentía solo a pesar de ser de los pocos y contados que andaba por las calles del barrio a esas horas. Digo bien solo, tan bien, que no iba aquejado de soledad ni de melancolías. Mi intención era tomarme una copa, pero en este barrio los bares cierran a la hora de cenar, y no era ocasión de trasponer más allá de Puerta Gallegos. Desistí de la copa y alargué el paseo bajo el paraguas: la noche cerrada en lluvia y este barrio cerrado con siete llaves... de vez en cuando la ráfaga de unos neumáticos, el claxon de una despedida a la puerta de casa, las risotadas de unos adolescentes en botellón, los pasitos apresurados de una joven solitaria para esquivar al hombre del paraguas en el primer portal... el chapoteo de las gotas en las marquesinas de los autobuses, en el asfalto, en los árboles, sobre tus pasos mismos, que podías haber dejado a la aventura, pero que no tuviste más remedio que dirigir a Vicente Aleixandre 15, para que tus viejos durmieran tranquilos.
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lunes, 21 de diciembre de 2009

Hilos y estratos de la historia

Me desperté temprano –era el aire batiendo en el toldo del patio- y me levanté. Con gusto hubiera seguido en la cama, calentito junto a mi mujer, pero tenía faena: componer el emparrado. Cosas de hortelano. A las ocho ya me había tomado dos cafés donde Los Mellizos y entraba con el coche en el almacén de materiales de construcción. Pelaba el frío. El encargado sacó los tubos y los cortó con la radial. Con las manos heladas y torpes coloqué y apreté la broca, perforé los tubos y los cargué en el coche. Asomaban por la ventanilla delantera y por la parte de atrás, que llevaba la puerta abierta, atada con una cuerda, así que conduje con precaución. Cuando llegué a la huerta, las gallinas salieron de su lugar y corrieron a su cómica manera a darme la bienvenida. Les correspondí con los restos de lechuga que llevaba y enseguida puse manos a la labor. La helada de la noche había logrado una buena capa de escarcha en los charcos y en el agua acumulada en la carretilla que dejé ayer a la entrada con lanchas de pizarra para un futuro empedrado. Al frío de la hora se le había aliado un recio viento siberiano con cuchillas que varias veces me voló la gorra al suelo...

Componer un emparrado tiene su conque, sobre todo si quiere uno dotarlo de una estructura sólida y segura, no basada en el alambre y en maderas podridas, como la que empecé a desmantelar. En mi corta experiencia de hortelano he podido comprobar que nada hay más seductor para algunos hortelanos que el alambre. O, más bien, el alambrillo, un alambrillo cualquiera. Otro día hablaré de los arriatados con goma de cámara de camión y de los de rafia negra. Y de toda la ferralla y la basura plástica que un hortelano descuidado es capaz de acumular...

Quiero hablar ahora de la tierra. De sus secretos y de sus misterios. Sé que es difícil de explicar. Sé que no tengo título de geólogo ni de historiador. Sé que mis únicas herramientas han sido mis manos y una improvisada barrena con que iba ahondando un agujero junto a una pared de piedra para asentar y asegurar la nueva estructura metálica del emparrado. El boquete, de unos 15 centímetros de diámetro y medio metro de profundidad, me ha permitido conocer los estratos más superficiales del suelo de la huerta. El primero es de humus, tan blando que se puede escarbar sólo con la mano. El segundo es de tierra más compacta, con piedrecillas de cuarzo, y necesita la ayuda de la barrena para perforar. El tercero está compuesto por lo que aquí llaman tierra tosca, una arena granulosa procedente de la descomposición del granito. Más abajo, ahí no llegué, solo queda el batolito, me dije, la gran roca madre de granito en que se asienta toda esta comarca. Antes de llegar al estrato de tosca, en uno de los puñados de tierra que sacaba con la mano venía algo rígido, que primero supuse un trozo de hierro y luego comprobé que era un casquillo de bala, la vaina de latón de una bala de fusil...

Hice alto en la faena. Me senté en una banqueta, encendí un cigarrillo y sopesando el casquillo le di al magín. Recordé cómo de vez en cuando todavía alguien encuentra una granada o una bomba sin explotar de la guerra civil, cómo de niños nos contaban los mayores fatales accidentes con alguno de estos artefactos; y recordé también haber visto más de una vez en huertas y cortijos casquillos vacíos de obús o de cañón que servían de adorno o para meter las tenazas de la candela, como en el cortijo de mi amigo Mateo...

—Esta bala tiene su historia —dije para mí—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Quién la disparó? ¿Contra qué o contra quién? ¿Un cazador acaso? ¿El hortelano del lugar, que la disparó contra un zorro? ¿Contra un lobo quizá, cuando los había por estos contornos? ¿Hay una muerte detrás? ¿Un fusilamiento? ¿Un crimen pasional? ¿El punto final de una rencilla por lindes o por herencias? ¿Un asesinato sin resolver? ¿Un turbio y olvidado ajuste de cuentas? ¿Qué manos y con qué intención metieron la bala en el cargador y apretaron el gatillo? ¿A qué hora del día? ¿En qué época del año? ¿Qué última imagen se llevó la víctima al otro mundo? ¿Habrá restos de ella por aquí?...

Me acordé entonces del pobre García Lorca, del revuelo montado estos días porque sus restos, y los de quienes fueron fusilados junto a él, no han aparecido, ni parecen haber estado nunca, donde se suponía. Excepto una muesca de bala en la roca, nada ha encontrado el equipo de expertos. La ciencia ha demostrado que jamás ha habido restos humanos en la superficie rastreada. Alguien mintió, o se confundió de lugar, o sugirió sin fundamento, llevado por rumores o falsas informaciones. Estos días ha salido además un nuevo libro sobre el último paseo del poeta granadino, que añade nuevas perspectivas y más confusión a los hechos, pues se viene a decir que uno de los “señaladores” del lugar donde fue enterrado García Lorca indicó, por tres veces además, el primero que se le ocurrió. ¿Está Lorca enterrado en El Caracolar, a unos quinientos metros del lugar excavado, o en el cercano barranco de Víznar, junto a tres mil fusilados más? ¿Intervino el aparato franquista y se llevó los restos al ignominioso Valle de los Caídos? Hay otra teoría, peregrina, que se recoge en un reportaje a cuatro páginas de El País, según la cual el autor de La casa de Bernarda Alba sobrevivió a su fusilamiento, “pero perdió la memoria por las heridas y fue acogido por unas monjas”. Al parecer, se trata de una ficción ideada por un novelista, que luego dio paso a un documental televisivo y que más de uno considera cierta desde entonces. Lo del Valle de los Caídos tiene su razón de ser: yo mismo he visto en los archivos de este pueblo las circulares y la documentación para llevar hasta la sierra madrileña los restos de los “vecinos caídos en la Cruzada de Liberación”, así que no resulta descabellada la hipótesis...

El hilo de la muerte de Lorca me ha llevado a la historia del piano de tita Luisa que me contó hace tiempo un amigo que vive en Granada. Cuando viene al pueblo, Miguel siempre acaba contándonos alguna historia de su familia, como la del conocido Pepiniqui, el mayor de los Rosales, que hoy rememora Manuel Vicent en su columna de El País. La del piano de tita Luisa tiene que ver con la madre de mi amigo, hija de una familia burguesa en la Granada de primeros de siglo, cuyos hermanos, como ella misma, vivieron toda su vida del capital familiar y nunca se vieron, aunque tuvieron títulos universitarios, en la obligación de trabajar. Una de las tías de la madre de Miguel, tita Luisa, era también tía del poeta Luis Rosales, una hermana de su madre que vivía con ellos y en cuyas habitaciones se refugió durante unos días Federico García Lorca antes de que lo llevaran detenido al Gobierno Civil. La historia de esos días que se cuenta en la familia de Miguel coincide hecho por hecho con la que se lee en el libro de Ian Gibson. Se planteó la posibilidad de que Lorca se pasara una noche a la zona republicana, incluso la de que Lorca fuese llevado al frente, con otro de los Rosales, para eludir su casi segura muerte. Las propuesta no prosperaron y el poeta permaneció con los Rosales hasta que una tarde apareció por la casa un tal Ruiz... Cuenta la tradición familiar que, en medio del peligro que corría su vida, Lorca pasó algún rato, quizá para olvidar su miedo, tocando el piano que había en una de las salas de la casa. Era el piano de tita Luisa. ¿Qué aires sonarían en la casa solariega aquellos días de agosto de 1936? ¿Quizá los del prendimiento y muerte de Antoñito El Camborio? ¿O quizá los del cazador y la paloma de Anda jaleo?

Cuando en la familia Rosales hubo que repartir la herencia de tita Luisa, el piano en que Lorca tocó por última vez fue tasado en 50.000 pesetas, un precio desorbitado, con la esperanza de que no saliera de aquella casa, y no porque el piano fuese una maravilla de instrumento —sólo el mueble tenía algo de valor, por la antigüedad—, sino porque la leyenda Lorca ya había comenzado. ¿Qué sones arrancaría el corazón tembloroso del poeta de aquel piano de tita Luisa?

La madre de Miguel, que había hecho en su juventud algunos cursos de piano, y ya casada con un labrador de Iznalloz, mostró interés por aquel viejo instrumento cuyas teclas habían sentido el alma en vilo del gran poeta. Si el piano se tasó en un precio tan alto fue con la seguridad de que aquella sobrina no iba a volver a verlo. Pero aquí entra en juego Miguel Romero, el padre de mi amigo, un hombre entregado a mantener y hacer prosperar su cortijo olivarero de La Parra, en Iznalloz, un tipo rudo, campesino, que había logrado enamorar a la niña bien, a la burguesita acostumbrada a vivir en los refinamientos y exquisiteces de la ciudad, y quiso tener un detalle de su amor, demostrarle a su mujer que, a pesar de lo recio de su carácter y de ser un hombre criado en el campo, los Romeros de Iznalloz también eran sensibles y delicados, quiso, como decía, hacer una romerada, y se presentó en la casa de los Rosales:

—¿En cuánto habéis tasado el piano?
—Cincuenta mil pesetas —le dijeron, pensando que el Romero campesino desistiría.
—Casualmente las traigo en el bolsillo. Toma, cincuenta mil pesetas, y el piano para mi mujer.

Mi amigo Miguel se crió con ese piano en casa. Hace unos años, en vista de que su hija estudiaba piano, llamó a un lutier que lo examinó y le dijo que no era un buen instrumento, que su hija, por mucho y buen arreglo que le hiciera, preferiría uno moderno, así que desistió y allá anda todavía el piano en casa de sus padres...

Todavía no se lo he dicho a mi amigo, pero la próxima vez que vaya a Granada le pediré que me lleve a casa de sus padres para ver el piano de tita Luisa...

Acabado el cigarrillo, puse la vaina sobre un lancha de pizarra y volví a la faena del emparrado, pero ya no se me iba de la cabeza la historia de los últimos días de Lorca, ni la que pudiera tener aquel casquillo que acababa de encontrar...


martes, 8 de diciembre de 2009

Tópicos profesionales

—Es más flojo que la chaqueta de un guarda —sentenciaba mi madre cuando hablaba del gandul de Fulanito, de un holgazán. Otras veces era la vecina cotorra, que charlaba más que un sacamuelas, o mi padre, a quien recriminaba porque fumaba más que un carretero, o bien un pobre hombre desmedrado, que había pasado en su vida más fatigas y más hambre que un maestro de escuela.

Desde nuestra infancia venimos oyendo dichos sobre las más diversas profesiones: médicos, abogados, boticarios, taberneros, comerciantes, políticos, camioneros, guardias civiles, reyes, obispos y monjas, albañiles, notarios, sastres, jueces, mecánicos, funcionarios... No creo que haya ninguna que se salve. Sin embargo, hasta que no empecé a frecuentar este pueblo, nunca había oído tópicos de esta clase sobre el gremio zapatero, aunque es verdad que de uno que tenía su tabuco y asiento en la calle Altillo del Campo de la Verdad había cogido hilos en casa y en boca de los vecinos y sabía que a veces le daba al mollate y soltaba voces e impertinencias al primero que le llegara con unas tapas para recomponer.

En improvisadas tertulias de sobremesa al amor del brasero o tomando el fresco de la noche en el patio durante el verano, más de una vez nos ha entretenido y hecho reír Juana, mi suegra, contándonos anécdotas de su infancia y mocedad, cuando esta misma casa en que vivimos era la taberna de Lunares, su padre; la taberna tenía también algo de abacería con sus sacos de legumbres, sus latas de conservas, su cuba para el vinagre y sus piezas de bacalao; su algo de ultramarino, con el saco de café, y su poco de mercería, droguería, papelería y cordelería, con sus tintes y sus brochas, sus cuadernos y sus plumines de palillero, con sus madejas de cabos de cáñamo y sus cuerdas trenzadas para los carros y las caballerías. Algunas de estas anécdotas se referían a los menestrales de la lezna y el cerote...

Imagen: http://gremios.ih.csic.es/artesanos/images/stories/Ilustraciones/zapateros_b.jpg

Imaginemos una tarde como esta misma en que escribo, una tarde de hace muchos años, allá por los cuarenta. Una tarde fría y gris de otoño, con el silencio señoreándose por las calles solitarias del pueblo, iluminadas apenas por tristes barras de luz escasa y titubeante. Desde las chimeneas de las casas se elevan apacibles penachos de humo que pronto se disuelven en la penumbra neblinosa. Pronto será noche cerrada. A esta hora acuden los vecinos con su platillo de aluminio a comprar unas sardinas y unos tomates en conserva para la cena. La niña, Juana, ayuda a su padre a despachar. De vez en cuando echa una mirada risueña al rincón en que dos viejos compadres llevan bebiendo desde mediodía.

—Hoy han holgado, otra vez celebran San Crispín —le dice con sorna a una vecina que ha venido a por una pila de petaca, señalando con la cabeza el rincón de los bebedores.

Antolín y Pelele son zapateros; uno tiene su chiscón junto a la taberna, pared con pared; el otro, Antolín, en el barrio de abajo, detrás de la iglesia. Los compadres beben y guardan silencio. De la conversación chispeante de las primeras copas, de la exaltación de la fraternidad del gremio, de las jotas picantonas y de las murgas carnavalescas, Antolín y Pelele pasaron a las fatalidades de la vida y a los días de antaño, cuando eran jóvenes y se iban a comer el mundo. Entre bromas y veras, entre una copa y otra copa, el corazón se les ha ido poniendo turbio de malenconía, el pesar se desanuda en sus gargantas y prorrumpen en beodos sollozos que no disimulan acodados en el mostrador de madera.

—Es hora de echar el cierre, cada mochuelo a su olivo —ordena Lunares, y los compadres, sin rechistar, gachas las cabezas y los hombros, salen de la taberna dando camballadas.

—¡Usa, Pelele!—grita Pelele a la puerta de su casa, subiéndose con los antebrazos la cintura del pantalón. Cuando entra en la casa, cierra la puerta, abre el postigo y asomado a él empieza a cantar y a cantar. Pasará así unas cuantas horas.

Antolín enfila con torpes pies la suave pendiente abajo del callejón Cantero, se apoya con la mano izquierda en las paredes, de vez en cuando se detiene, incapaz de dar un paso, abiertas las piernas encorvadas, balanceándosele el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, hasta que es capaz de extender los brazos hacia adelante y logra seguir otros cuantos pasos. Cuando consigue llegar a su casa, se echa a dormir delante de la candela y allí pasa la noche, sin moverse, como si hubiera caído muerto. La madre, acostumbrada ya, cierra la puerta y se mete en su dormitorio con un rosario en la mano.

No es la primera vez que estos compadres zapateros agarran una moña. Tienen fama de borrachines, pero no son los únicos del gremio, el refranero popular lo atestigua. En la memoria del pueblo todavía perdura la coplilla dedicada a nuestros dos camaradas:

Antolín y Pelele
se acuestan juntos,
porque dicen que les da miedo
de los difuntos.

Lo que me ha hecho escribir sobre estos zapateriles homenajes a Baco, no es ya haberlos descubierto tarde, ni haber escuchado historias más o menos figuradas de remendones de este pueblo, sino comprobar que en otras latitudes, y ya desde antiguo, el gremio que tiene por patrón a San Crispín, goza de la misma fama: la otra noche, leyendo unos cuentos de Chéjov me encontré con estas palabras en boca del coronel Pedro Ivanovich, que entretiene a unas señoritas con el relato de sus aventuras juveniles: “Yo me había atiborrado de vodka y me encontraba borracho como cuarenta mil zapateros”, expresión rusa que equivale a nuestro castizo “borracho como una cuba”.

Pobres zapateros, ni en Rusia se libran de este sambenito.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Intelectuales / Comerciales


Hace apenas media hora que he terminado el segundo volumen de Millenium. ¡Pobre Stieg Larsson! -es lo que se me ha venido a los labios nada más cerrar el libro-, no llegaste a ver cuántos miles de lectores se han enganchado con tu historia de Lisbeth Salander.

Utilizo aquí el enganche, no en su sentido adictivo, sino por la capacidad del novelista en conseguir que los lectores no pierdan de vista el libro hasta no llegar a la última página. Supongo que mi lectura ha sido como la de muchos: a todas horas y en todas las habitaciones de la casa: por las mañanas, antes de levantarme, o por las noches y la madrugada, antes de soñar con los angelitos, después de comer o mientras llegaba la hora de la cena, apurando páginas con fruición en el sofá, en la cama, en el sillón, en el cuarto de baño, o sentado a la arábiga en la alfombra del salón.

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina ha supuesto un respiro complaciente y gozoso en las lecturas que tenía entre manos estos primeros días del otoño: nada menos que Ulises y El despertar de Finnegan, si droga dura la primera, “imposible novela [...] por su indescifrable hermetismo, la obra más oscura y difícil de la literatura inglesa de todos los tiempos”, la segunda, según se lee en la contraportada.

Yo no sé si el novelista sueco había leído al novelista irlandés; si lo hizo, lo olvidó enseguida: la complejidad de la trama sueca nada tiene que ver con la complejidad irlandesa, que exige un lector, sin exagerar mucho, catedrático al menos, más que pertrechado de amplia erudición y de referencias culturales de todo tipo. La literatura tiene estas cosas, estos extremismos, esta coexistencia de los llamados escritores de culto, minoritarios, con los llamados escritores de superventas mundiales.

Esta coincidencia de unos y otros, de minoridad y mayoridad, de autores de reducido círculo y de autores de amplio espectro, se ha dado siempre en literatura, y en el arte en general. Pensemos, por ejemplo, en el cine de Bergman (sueco, por cierto) y en el de Spielberg. Lo curioso de esta dicotomía, desde el punto de vista del prestigio, es que ganan los primeros, a los que se les concede un aura de intelectualidad de la que no gozan los segundos, tildados, con acento despectivo, de comerciales.

La conceptualidad de los unos, significa, por lo general, desconexión con el gran público, con el lector común y corriente, pues la densidad de símbolos y conceptos, o un lenguaje hermético, o una estructura narrativa que no hay por donde pillarla, impiden que el lector goce, disfrute, se solace y divierta con la lectura, cosa que no ocurre con la novela de Larsson.

Voy a seguir con Ulises y con Finnegans Wake, desde luego, aunque no voy a dedicarle toda mi vida, como dijo una vez el propio Joyce del lector que exigen estas obras; pero también le hincaré al diente a las otras dos novelas de Larsson, no todo van a ser intrincadas hermenéuticas, arquitecturas del sema, superposiciones de componentes formales y reintegraciones del discurso expresivo, ni estructuras polimorfas, ni verbocentrismo, ni esquemas homéricos, ni codificaciones culturales, ni abstrusos pasajes sin sentido.

De todo ha de haber en la viña del lector.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

I hope that i don't fall in love with you


Por los altavoces se desgrana melodiosa y desgarrada la voz de Tom Waits. El sol de otoño derrama sus últimos esplendores sobre el pueblo. Va haciendo fresco. En la habitación en penumbra el perro dormita a tus pies...

Reconócelo, la luz del momento, la calle solitaria, el leve temblor en la glicinia y las antenas, la música, la misteriosa voz que sientes en tu pecho, te han puesto un poco filósofo, un poco triste, un poco poeta...

Pero de pronto miras por la ventana y descubres una estrella más allá de los tejados y del horizonte, sola, brillante en el inmenso azul cada vez más oscuro. Y te quedas un rato mirándola, divagando en tus cosas, a solas con tu soledad... hasta que caes en la cuenta: quedan veinte minutos para que se enciendan las luces de la casa... para que ella venga.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Primeros testimonios del humo


Para los europeos, la presentación en sociedad del tabaco tiene lugar en la Historia general y natural de las Indias, islas y tierra-firme del mar océano, publicada en 1535 por el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, primer cronista del Nuevo Mundo.

En el capítulo "De los tabacos ó ahumadas que los indios acostumbran en esta Isla Española é la manera de las camas en que duermen" (Tomo I, Libro V, cap. II, págs. 130-131), el aventurero asturiano, además de lanzar el primer anatema antitabaquista, hace una breve descripción de la planta y de los inhaladores de humos, así como de los tremendos colocones indígenas que comportaba este sagrado ritual, precedido con frecuencia de la ingesta de un brebaje tan emborrachante que a algunos no les daba tiempo a echarse en las hamacas y quedaban sin sentidos en el suelo. El asturiano también da fe de los primeros españoles adictos a la nicotiana con la excusa de que les aliviaba en su mal de búas.

La cita es larga, pero merece la pena:

"Usaban los indios desta isla entre otros sus viçios uno muy malo, que es tomar unas ahumadas, que ellos llaman tabaco, para salir de sentido. Y esto haçian con el humo de çierta hierva que, á lo que yo he podido entender, es de calidad del beleño; pero no de aquella hechura ó forma, segund su vista, porque esta hierva es un tallo ó pimpollo como quatro ó çinco palmos ó menos de alto y con unas hojas anchas é gruesas, é blandas é vellosas, y el verdor tira algo á la color de las hojas de la lengua de buey ó buglosa (que llaman los hervolarios é médicos). Esta hierva que digo, en alguna manera ó género es semejante al beleño, la qual toman de aquesta manera: los caçiques é hombres prinçipales tenían unos palillos huecos del tamaño de un xeme ó menos de la groseza del dedo menor de la mano, y estos cañutos tenian dos cañones respondientes á uno, como aqui está pintado (Lámina 1, fig. 7), é todo en una pieza.
Y los dos ponian en las ventanas de las nariçes é el otro en el humo é hierva que estaba ardiendo ó quemándose; y estaban muy lisos é bien labrados, y quemaban las hojas de aquella hierva arrebujadas ó envueltas de la manera que los pajes cortesanos suelen echar sus ahumadas: é tomaban el aliento é humo para sí una é dos é tres é mas veçes, quanto lo podían porfiar, hasta que quedaban sin sentido grande espacio, tendidos en tierra, beodos ó adormidos de un grave é muy pessado sueño. Los indios que no alcanzaban aquellos palillos, tomaban aquel humo con unos cálamos ó cañuelas de carrizos, é á aquel tal instrumento con que toman el humo, ó á las cañuelas que es dicho llaman los indios tabaco, é no á la hierva ó sueño que les toma (como pensaban algunos). Esta hierva tenian los indios por cosa muy presçiada, y la criaban en sus huertos é labranzas para el efeto que es dicho; dándose á entender que este tomar de aquella hierva é zahumerio no tan solamente les era cosa sana, pero muy sancta cosa. Y assi cómo cae el caçique ó principal en tierra, tomanle sus mugeres (que son muchas) y echanle en su cama ó hamaca, si él se lo mandó antes que cayesse; pero si no lo dixo é proveyó primero, no quiere sino que lo dexen estar assi en el suelo hasta que se le passe aquella embriaguez ó adormecimiento. Yo no puedo penssar qué plaçer se saca de tal acto, si no es la gula del beber que primero haçen que tomen el humo ó tabaco, y algunos beben tanto de çierto vino que ellos haçen, que antes que se zahumen caen borrachos; pero quando se sienten cargados é hartos, acuden á tal perfume. E muchos también, sin que beban demassiado, toman el tabaco, é haçen lo que es dicho hasta dar de espaldas ó de costado en tierra, pero sin vascas, sino como hombre dormido. Sé que algunos chripstianos ya lo usan, en espeçial algunos que están tocados del mal de las búas, porque diçen los tales que en aquel tiempo que están assi transportados no sienten los dolores de su enfermedad, y no me paresçe que es esto otra cosa sino estar muerto en vida el que tal haçe: lo qual tengo por peor que el dolor de que se excusan, pues no sanan por eso.
Al presente muchos negros de los que están en esta cibdad y en la isla toda, han tomado la misma costumbre, é crian en las haçiendas y heredamientos de sus amos esta hierva para lo que es dicho, y toman las mismas ahumadas ó tabacos; porque diçen que, quando dexande trabajar é toman el tabaco, se les quita el cansançio."

Sin duda, el primer testimonio escrito de fumetas indígenas debió escribirlo en su diario el mismísimo Cristóbal Colón, con toda probabilidad entre las anotaciones correspondientes al martes 6 de noviembre de 1492, cuando dos de los hombres que envió tierra adentro para que remontaran el curso del río Mares le vinieron con el cuento de que habían visto a mucha gente, “mugeres y hombres, con un tizón en la mano, yervas para tomar sus sahumerios que acostumbravan.”

Como se sabe, los diarios de Colón acabaron perdiéndose, y sólo tenemos constancia de ellos por el padre Las Casas, que supo trasladarlos y extractarlos con fidelidad, al decir de los expertos. Ignoramos, pues, “todo” lo que el almirante anotó sobre estos tizones encendidos, aunque podemos hacernos una idea si acudimos a la Historia de las Indias, del mismo Bartolomé de Las Casas, donde encontramos más por extenso lo visto por los dos hombres colombinos. En el Libro Primero, capítulo XLVI, el polémico obispo de Chiapas describe un cigarro y una calada, y advierte también sobre el poderosísimo poder adictivo de nuestra dama en cuestión (la cursiva es mía) : "Hallaron estos dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaban á sus pueblos, mujeres y hombres, siempre los hombres con un tizón en las manos, y ciertas hierbas para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta oja, seca también, á manera de mosquete hecho de papel, de los que hacen los muchachos la pascua del Espíritu Santo, y encendido por la una parte dél por la otra chupan, ó sorben, ó reciben con el resuello para adentro aquel humo, con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y así, diz que, no sienten el cansancio. Estos mosquetes, ó como los llamaremos, llaman ellos tabacos. Españoles cognoscí yo en esta isla Española, que los acostumbraron á tomar, que, siendo reprendidos por ello, diciéndoles que aquello era vicio, respondían que no era en su mano dejarlos de tomar; no se qué sabor ó provecho hallaban en ellos" (págs. 332-333).








sábado, 12 de septiembre de 2009

Mohínos


No se preocupen quienes nacieron o viven en Alcaracejos, que no trataré en esta entrada de gentilicios populares; tampoco de ese vistoso pájaro de larga cola celeste que suele volar apandillado, ni siquiera del mulo de negro hocico. Por motivos que más adelante se verán, me interesa ahora la mohinez en cuanto afecto o estado anímico y en tanto manifestación del destino, que en ambos ámbitos se sumerge esta palabra que le tomamos a los árabes hispanos, quienes transformaron el clásico mahīn (vilipendiado, ofendido) en el muhín padre de nuestro mohíno.
Para quienes gusten de las precisiones temporales y espaciales, mi interés por esta palabra sobrevino hace unas horas, poco después de las seis de esta tarde, a la puerta del hotel Las Gaviotas, en Benalmádena. Después de comprobar en varias recepciones que o no disponían de habitación o el precio sobrepasaba nuestro presupuesto seguimos con el coche por la antigua carretera de la costa y maldito el momento en que vi el reclamo de Las Gaviotas, cuya entrada desde la carretera, un desnivel de cuatro metros en apenas cinco de distancia, imponía pavor, pues con el vehículo inclinado más cerca de la vertical que de la horizontal, parecía que iba a ingresar uno en el mundo avernal, y bien podía sustituirse el nombre del hotel por las famosas palabras que Dante vio inscritas a la entrada del infierno: Perded toda esperanza al traspasarme.
Ella me preguntó cómo iba a salir de allí y le dije que no se preocupara. El recepcionista nos dio nones, me puse de nuevo al volante, avancé unos metros y detuve el coche antes de hacer la maniobra: primero debía girar en ángulo recto hacia la izquierda, con cuidado de no rozar los vehículos aparcados enfrente y a la derecha, ni el murete que quedaba a mi mano izquierda; luego, con el coche hacia arriba en un ángulo de 50 º tenía que ascender una infame rampa –trampa- de cinco metros, con precaución de no invadir la inmediata carretera, no nos llevara por delante otro vehículo. Sentí el aviso en el estómago: No lo saco de aquí, le dije a ella. Vamos, me contestó, sabes lo que tienes que hacer.
Primera, soltar embrague, acelerar y frenar justo en la línea, pero nanay: el motor zumbaba acelerado, el coche cayó un tramo hacia abajo y se caló. En el estómago me saltaban ya cien canguros y el corazón latía en ametralladora.
Al segundo intento el desastre dio la cara, el coche volvió a rodar hacia abajo, se oyeron roces de chapa y crujidos y la rueda delantera quedó atrapada con el murete de mi izquierda. Saltaron las alarmas y los aspavientos de ella, que salió del coche, miró los daños y se llevó las manos a la cabeza. Para ese momento, los inútiles acelerones habían llamado la atención de un grupo a nuestras espaldas, que sin duda empezó a cruzar apuestas. Una mujer que pasaba nos dijo que el otro día le ocurrió lo mismo; otro señor, que había esperado atentamente a que yo acabara la maniobra, siguió su camino, no sin antes mover la cabeza de un lado a otro dando a entender el carroceril destrozo. Sin darle más vueltas, bajé del coche, le dije a ella que lo sacara y subí hasta la carretera para avisarle cuándo.
Con pericia, sin dudar, sin que el coche reculara un centímetro, con un acelerón controlado y sostenido, lo sacó del atolladero y lo dejó con suavidad arriba del todo, listo para seguir la marcha. En ese momento, del grupo que tomaba cervezas al lado y contemplaba el incidente salieron unos aplausos fuertes y sinceros y una voz que gritó divertida, quizá porque ganó la apuesta: ¡Ella! ¡Ha tenido que ser ella! ¡Bravo! ¡Bravo!
Cuando cogimos de nuevo la carretera, todavía sonaban los aplausos y los comentarios elogiosos. Yo ya estaba empapado en sudor, me temblaban las manos, no podía articular palabra, sentía mil alacranes en las sienes y los canguros se habían transformado ahora en tropel de elefantes que subían desde el estómago hacia la boca. Un ligero mareo hizo amago, pero encendí un cigarrillo y me sobrepuse.
Al mareo, pero no a la mohinez, que ya se me vino dentro en todo su ser. No sentía humillación por haber sido ella la que resolviera la situación, ni porque hubiera habido espectadores, sino profunda decepción por mi impericia al volante, y preocupación por el daño en el coche.
Un par de kilómetros más adelante, ya conducía ella, nos detuvimos en un último intento de encontrar habitación. El coche apenas tenía nada, un rozón en la aleta delantera y en el tapacubos de la rueda izquierda, una pieza de plástico a la que se le había salido una pestaña, que volví a su sitio sin dificultad, y un pequeño fruncido en la chapa del guardabarros. Casi nada, después del sofocón. Decidimos volver al pueblo.
Hicimos el viaje de vuelta en silencio, desilusionada ella por no haber encontrado habitación, disgustado yo por lo del coche, y triste por la desilusión de ella, rumiando el fracaso de la tarde, viva imagen del volver con el rabo entre las piernas, considerando lo injusto del destino, que, como en el juego de cartas, nos había tomado por mohínos jugando todos los elementos en nuestra contra, cosa que ya debimos de advertir cuando a la salida del barrio donde vive nuestro hijo nos equivocamos dos veces de carretera –no había ninguna señal visible que indicara nuestra dirección- y hubimos de retroceder sobre nuestros pasos cuando no tirar por la trocha antes de aparecer en la famosa Costa del Sol malagueña.